Juan C. Valdivia Cano
El mayor enemigo de la educación (III)
Los profesores escolásticos, que se creen dueños de la verdad

Del “principio de autoridad” se derivan las características de la tradicional educación escolástica: la creencia de que el profesor es una autoridad (como el director, el rector, el decano, que sí lo son). Lo que convierte la relación profesor-estudiante en una relación de poder, en una relación jerárquica, en una relación vertical, una suerte de politización de las relaciones pedagógicas. Porque ese principio no es tal, porque sirve no sólo en los usos sino también, lo que es más frecuente, en los abusos del poder.
Ese “principio” quiere decir llanamente que la autoridad —por serlo— debe ser obedecida y punto. Y el profesor lo es solo desde esa perspectiva. Para la idea del respeto absoluto a una autoridad absoluta es básica la concepción educativa escolástica (que aunque tiene relación, por su origen, no se puede identificar con la escolástica de los grandes teólogos de la Baja Edad Media, ni con los neo escolásticos hispanos del siglo XVI, de la escuela de Salamanca, que crearon las bases del Derecho Internacional, es decir, del derecho moderno). Nos referimos más bien a su vulgarización y transculturación en la vida peruana desde la Conquista hasta hoy.
Gracias a la actividad del Tribunal de la Inquisición (que concentró poder jurídico, ideológico y moral) producto del Concilio de Trento que inauguró la Contrarreforma, durante más de tres siglos se recurrió legalmente a la caza de brujas y herejes, a la tortura y muerte o a su amenaza, para grabar el miedo a la autoridad y la necesidad de someterse a ella en cuerpo y espíritu. Esa actitud sólo puede gestar un alma dogmática, acrítica, repetitiva y autoritaria, aun disfrazada de moderna. La escolástica —como se dio entre nosotros— es hija del temor más que de la inteligencia o la razón. El miedo repudia el cambio, paraliza, incentiva la autocensura, la delación, la cobardía y anula la libertad.
Los efectos educativos de una experiencia histórica mental como esa en la población, tienen que haber dejado honda huella sicológica en la vida social: el subconsciente colectivo. Más aun si tenemos en cuenta que nunca hubo ruptura con ese pasado de casi cuatro siglos: el terror constante, la posibilidad de la tortura y la muerte legal, que no es poca cosa, que ensordece con el tiempo y se hace costumbre, se hace natural, siempre acompañada del despojo de los bienes materiales a favor de la institución y el desamparo de los familiares del “hereje” la “bruja”, el “judío”. Es el dogma de la obediencia, la identificación irracional con la autoridad, cualquiera que sea. ¿Qué relación tiene esto con la mala calidad, es decir, la poca o mala investigación, el memorismo, el dogmatismo, la falta de motivación intelectual, el tedio o la fatiga prematuras?
Apenas es necesario responder, porque salta a la vista. Todos esos factores están bien vinculados: el memorismo es una consecuencia del autoritarismo. “Se trata de obedecer y nada más que obedecer” (Deleuze-Spinoza). Aunque el ejercicio memorístico (aprender grandes poemas, por ejemplo) sea muy necesario; sin embargo, no es suficiente en el proceso de aprendizaje que supone entendimiento completo de todo lo que se escucha o lee. Ningún profesor puede impedir el tedio si vive repitiendo el mismo “rollo” de la misma manera, a todas las promociones y si las promociones estudiantiles se pasan la vida repitiendo y memorizando las ideas que el profesor repite de otros, y no reflexionando críticamente, que es lo que hace de una educación una disciplina moderna, lo contrario del adoctrinamiento.
Y como se ejercita casi solo la memoria, no se ejercita el entendimiento (razonamiento, asociación, interpretación, análisis, relaciones, diferencias, etc.), debido al predominio memorístico. Como consecuencia el estudiante no aprende a razonar, y no aprende a razonar porque en el Perú tiene que aprender primero a respetar la autoridad y la verdad del maestro. La pura memorización, como operación esencialmente mecánica, hace imposible la internalización del conocimiento, que es menester para hablar de un proceso completo de aprendizaje. El conocimiento es incorporación, comunión. El verbo requiere hacerse cuerpo, carne, sangre: incorporarse, internalizarse. Y para eso hay que entender lo que se lee. Si no se entiende lo que se lee no hemos dado aún el primer paso en el camino del aprendizaje de la reflexión y, por tanto, de la calidad. Hay que aprender a leer bien, y aprender a “leer bien” es distinto a “aprender a leer” a secas.
El memorismo está ligado al dogmatismo y es su consecuencia. Dogmático es el que obedece sólo por “el principio de autoridad”, que no es un principio, como se dijo, el que acepta ideas ajenas sin juicio crítico, sin reflexión, como si fueran verdades indiscutibles, solo porque el transmisor de la “verdad” representa la imagen de la autoridad (padre, profesor, sacerdote, político, etc) en el subconsciente del receptor. Es asunto de política no de ética. Dogmático es el que obedece por obedecer, porque hay que obedecer, porque a la autoridad se le obedece y, si lo apuran, porque así debe ser.
Por eso se acepta la autoridad del profesor como se acepta la del Papa, creyéndolo infalible propietario de la única verdad. ¿Quién va a dudar del representante de Dios? Es la consecuencia de la fe, no de la razón; de la credulidad, no del análisis. “Lo dijo Marx”, “Lo dijo el papa”, etc. Por eso en nuestro ámbito cultural a la autoridad todavía no se le discute, el maestro es autoridad para la mayoría: Magíster dixit (el maestro lo dijo). Eso es lo que genera dogmatismo, aceptación de un punto de vista sin reflexión, solamente porque quien la emite es autoridad para alguien, aunque no lo sea de verdad, o no lo sea formalmente, la “autoridad” intelectual o moral, por ejemplo.
Y por eso es muy frecuente que los hijos sigan la concepción del mundo de los padres y que esto se vea socialmente como una virtud, como lealtad, como respeto. Pero esta lealtad puede producir catástrofes ideológicas educativas, como la que vivimos en el Perú, porque se reproduce en varias generaciones de repetidores que no cambian paradigmas por respeto a la autoridad, a la tradición, al pasado, porque carecen de espíritu crítico. Esa lealtad significa imposibilidad o rechazo a una genuina renovación, impide la salida del status quo educativo subdesarrollado, que es un problema esencialmente mental, ideológico, paradigmático, etc.
Se puede deducir la explicación de lo pobre que es la investigación en las instituciones educativas predominantemente escolásticas de varias maneras. Para investigar hay que cuestionar, plantear problemas y para eso hay que incentivar en el discente esa capacidad crítica, no reprimirla o combatirla. Pero primero el profesor tiene que desarrollarla en sí mismo. Eso es imposible con una educación autoritaria, dogmática, acrítica, repetitiva, etc. Si el profesor no tiene una actitud crítica, no esperemos que el estudiante la tenga.
La capacidad crítica se ejerce en primer lugar frente a “la autoridad”, cualquiera que sea el tipo específico, político, psicológico (el propio Súper Yo), ideológico, científico, la tradición, el pasado, etc. Hay muchas autoridades divinas y humanas. Lutero hizo la reforma contra y en crítica a la autoridad, el papa, la autoridad mundial en esa época. Esa urgencia crítica y su raíz autocrítica generaron, independientemente de los deseos de Lutero, desarrollo científico y filosófico en los países protestantes, empezando por Alemania (por eso se habla de una línea progresiva y directa entre Lutero y Kant).
La Reforma fue un germen de modernidad, aunque no la modernidad misma. Se incubó en la capacidad autocrítica propia de la cultura protestante que hace una primera “crítica de la representación”, al criticar al Papa y romper con la Iglesia. El rompimiento con la institución eclesiástica plantea al sujeto de cultura protestante el problema frente a la culpa y la idea de pecado (que antes del cisma lo resolvía la institución eclesiástica mediante el sacramento de la confesión, administrada por el sacerdote), es decir, frente a la opinión personal sobre sí mismo. Esto es nuevo.
Ahora bien, sin la participación del representante oficial de la divinidad, el sacerdote, había que hablar, conversar, confesarse directamente con Dios, es decir, con la propia conciencia, para los no creyentes. La introspección desarrolla la capacidad de reflexión (¿lo que uno hace es correcto o no?, ¿en qué sentido?, ¿es pecado, venial o mortal?). La capacidad autocrítica genera capacidad crítica, y la capacidad crítica… ciencia, filosofía, arte y tecnología, que son impensables sin esas capacidades modernas.
Aunque en la educación escolástica se conciba al profesor como una autoridad (y por eso es autoritaria) el profesor moderno no es autoridad o no debería considerarse como autoridad. Las relaciones pedagógicas requieren ser horizontales, entre iguales, si quieren ser modernas y democráticas: en este caso se considera que todos son estudiantes, incluido el profesor, y el respeto debe ser recíproco, sólo hay una diferencia de función. La relación vertical docente-discente implica subordinación o jerarquía. Esto la hace autoritaria: porque una forma común de ser autoritario es asumirse como autoridad sin serlo. Autoridad es el Rector, Director, Vicerrector, Decano, etc., no el profesor.
La autoridad escolástica es absoluta. Poseedora de la verdad absoluta, la palabra del maestro es indiscutible, porque en su origen medieval representaba la del Papa, la de la Iglesia, la de Dios, o, ahora, de la “verdad científica y objetiva” marxista o positivista. Aunque el profesor no sea consciente de eso. Y como representa a Dios y Dios es dueño absoluto de la verdad, no hay nada más que aceptar a su representante terrenal. Por eso no hay igualdad posible frente al que no posee esa única verdad: el discente. Y mucho peor en relación al que piensa distinto a “la autoridad”. Por esto se habla de autoritarismo: se establecen relaciones verticales donde no se trata de mandar, de dar órdenes imperativas, sino de discutir y convencer mediante razones o argumentos consistentes y claros (relación horizontal). Esa verticalidad genera distancia y temor y se afecta la comunicación docente-discente.
El tuteo general no parece haber afectado “el principio de autoridad”. Los estudiantes no respetan menos a sus profesores en una Universidad donde todos se tutean. En la Universidad de Paris VIII, Saint Dennis (ex Vincennes) por ejemplo, donde dictaban estrellas intelectuales como Deleuze, Lyotard, Chatelet, Guattari, entre otros, (en los años ochenta). La amistad docente-discente mutuamente respetuosa es más eficaz pedagógicamente. Las relaciones educativas, como se dijo, no pueden ser políticas (de poder) sino éticas (de persuasión) ¿O sólo se respeta a alguien si es autoridad?
El profesor que se cree autoridad puede ser muy “buena gente”, pero no deja de ser autoritario incluso en la versión dulzona del paternalismo, si se considera autoridad no siéndolo, lo diga o no expresamente. No es necesario el látigo para ser autoritario, basta creerse autoridad. El autoritarismo por otro lado, puede convivir con cierta simpatía y cierta bondad forzada propia del paternalismo o del asistencialismo, que son actitudes antidemocráticas. Es verdad que el vocablo “autoridad” también tiene un sentido más noble y más antiguo que se refiere a la “autoridad personal”, la auctoritas romana.
Según esa versión etimológica la autoridad no es un cargo, una persona nombrada o elegida formalmente (una potestas) sino aquel que por reunir fuerza e inteligencia, las calidades éticas e intelectuales para gobernar (la virtus renacentista), es autoridad de hecho (una potentia) aunque no lo sea de derecho (Javier Pérez de Cuellar, por ejemplo, o Valentín Paniagua, o Mario Vargas, serán siempre autoridad en ese sentido antiguo, pero válido más que cualquiera, aunque no ejerzan ningún cargo oficial).
El profesor en la Edad Media era generalmente un eclesiástico que representaba a su institución, la cual había monopolizado la verdad y la enseñanza en la “res pública” cristiana, liderada por la infalible autoridad papal. Como el papa representaba la verdad divina en la tierra, el profesor que representaba al Papa representaba forzosamente la verdad en clase (y entre nosotros la representa aún). Solo quedaba decir amén. Y esto no ha cambiado sustancialmente, aunque sí en sus manifestaciones formales y además porque todo cambia. Pero no va a cambiar cualitativamente por el solo paso del tiempo.
En los países predominantemente premodernos esa actitud o ese pensamiento ha pasado a conformar el subconsciente colectivo en el mundo escolar, por así decirlo. El profesor escolástico, que es mayoría, parece ignorar que los seres humanos sólo tenemos perspectivas, puntos de vista: él cree en “la verdad” y cree que él, precisamente él, la tiene. Es el camino a la intolerancia y todo ello se reproduce de generación en generación. De ahí que el alumno escolástico no tiene más que una opción: aceptar sin discusión esa “verdad” para luego memorizarla y devolverla tal cual el día del examen: educación acrítica, la que no investiga, no polemiza, no publica ni en cantidad ni en calidad, porque no lo han (o no se ha) preparado para ello.
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