Berit Knudsen
Trump, China y la guerra de los aranceles
Peligra el comercio global y la arquitectura que lo sostuvo por décadas

En medio de sobresaltos globales, no basta con revisar la fecha para confiar en una noticia, en cuestión de horas el panorama mundial se transforma. Las empresas, los gobiernos y las regiones intentan trazar estrategias, pero la coyuntura cambia constantemente con amenazas de estanflación, amagos de recesión y una “guerra comercial nuclear” que inquieta al planeta. Sin un mínimo de estabilidad, la confianza desaparece.
En los sistemas liberales la confianza es la base del crecimiento sostenido, no basta un balance positivo si los inversores avizoran un futuro inestable. Las bolsas se desplomaron tras el anuncio de aranceles generalizados del 10%, sumados a otros diferenciados entre el 12% y el 50%, aplicados sin distinción a aliados y adversarios.
Pero la estampida en los mercados de bonos y aumento del costo del endeudamiento público, llevaron a Donald Trump a rectificar parcialmente los aranceles recíprocos, anunciando una pausa de 90 días con una tarifa general del 10%, manteniendo los gravámenes a los automóviles, acero y aluminio, lo que supone por sí solo un muro proteccionista. Pero su postura contra China se ha endurecido, aumentando los aranceles al 125% con efecto inmediato, declarando de facto una escalada comercial total. China, había respondido con aranceles del 84% a Estados Unidos.
Más allá de la retórica nacionalista o del argumento del déficit comercial, este giro refleja la ausencia de una visión sistémica. La política económica de Trump cambia en función a los mercados o el cálculo electoral; pero la economía global necesita reglas claras. La volatilidad erosiona la credibilidad de Estados Unidos como socio confiable que castiga por igual a adversarios y aliados como la Unión Europea, Japón, Corea del Sur o Israel.
Pero una guerra comercial total no afectaría solo a Estados Unidos y China. Sus consecuencias pueden ser tan graves como las de una guerra convencional: fábricas cerradas, desempleo masivo, fuga de empresas, deslocalización, ruptura de cadenas de valor. Una guerra comercial puede ser más devastadora que un conflicto militar, porque destruye las estructuras económicas que sostienen la interdependencia global. Es legítimo que Estados Unidos quiera proteger su economía, pero no a costa de dinamitar el sistema que le ha dado el liderazgo global durante décadas.
El caso chino exige otra lectura. Trump actúa como si la sola presión bastara para lograr concesiones. Pero China con su sistema autoritario vertical no tiene prisa, no enfrenta elecciones, ni teme el desgaste mediático; puede devaluar su moneda, intervenir sus mercados, reorganizando sus exportaciones, una disputa en la que el tiempo corre a su favor. La asimetría en los estilos de negociación —Trump directo y volátil; China estratégica y paciente— fortalece a Pekín. Mientras Washington debate cómo contener la deuda, China consolida rutas comerciales, expandiendo su influencia.
El conflicto no es solo económico, es sistémico y militar. Así lo advierte el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, afirmando que la alianza no puede permanecer indiferente al crecimiento militar chino. Por primera vez, la OTAN mira hacia el Indo-Pacífico, no en una preparación bélica, sino reconociendo que el desafío chino es económico, tecnológico y geoestratégico.
Esta disputa comercial ya no trata solo de autos, chips o acero. Está en juego el modelo que dominará el siglo XXI: uno basado en democracia liberal y libre mercado, u otro centralizado y opaco. Una batalla que se libra en múltiples frentes, donde la política estadounidense debería ofrecer claridad, en lugar de caos. La confianza no se impone: se construye. Hoy peligra no solo el comercio global, sino la arquitectura que lo sostuvo por décadas.
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