Raúl Mendoza Cánepa
El juego del calamar. ¿Y tú juegas?
Los problemas de los marginados

“Los políticos nunca son la solución, juegan para ellos mismos”, dice un amigo que espera en una cola para comprar la Tinka; que es, según cree, la única solución a sus problemas en un océano de probabilidades en contra. Con mirada de antelado desconsuelo marca sus números al azar. Más tarde cotejará sus números sin éxito y concluirá la semana con la misma desazón. Su descolocación y sus deudas seguirán allí y yo seguiré acompañándolo en un juego que suena a crispación.
Me pregunto en ese mismo momento si, como en El juego del Calamar (exitosa serie coreana, Netflix), él también arriesgaría su vida en un juego para salir de sus miserias. En la serie, un grupo de personas decide participar en varios juegos infantiles donde es mucho más probable morir que sobrevivir, pero cualquier cosa es mejor que la vida real, esa donde rige la preocupación, la pobreza, el desempleo, las deudas. Tanto resuelve el dinero que se puede poner la propia vida en un hilo por la posibilidad de ganar 34 millones de euros en un escenario de colores nítidos y, por momentos, pasteles, que contrastan con la salvaje dinámica impuesta por el morbo.
Los jugadores son seres patéticos. Seong Gi-hun es un chófer desempleado y endeudado que vive una dramática situación familiar; se debe a su madre, que se ha rendido a la diabetes, y trata de cumplir con su hija. Recurre a las apuestas, quiebra cánones, su código es el de la supervivencia. La hija vive con su exesposa en un nuevo hogar. No tiene el control de nada. Le ha ido tan mal en la vida que su escenario es solo una correlación estética.
La vida, como en Parásitos (laureada película surcoreana), transcurre en casas subterráneas. El capitalismo funciona en la milagrosa economía surcoreana, pero hay marginados que nos dicen que la realidad “puede ser tan despiadada como el juego más brutal”. Son cientos de jugadores. Cho Sang-woo es un graduado con honores, pero es buscado por la Policía; Kang Sae-byeok es una desertora norcoreana que paga sin éxito para recuperar a su familia; el pakistaní Abdul Ali entra al juego, desesperado por sostener a su familia, su empleador no le paga hace meses. Volver a la vida real no es ya una opción.
Podríamos recordar The hunger games o quizás en algo a la japonesa Battle royale, no importa. Como mi atribulado amigo comprando la lotería a riesgo de sus emociones, bueno fuera que en algún momento nos pusiéramos a pensar en “el otro”, que por desgracia es siempre “el otro”. “¡Ojalá fuera real Squid Game!”, musita, mientras guarda en el bolsillo su ticket, ese inútil pasaporte para hacérsela repetitiva y tortuosamente a la esperanza.
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