Editorial Economía

El cobre, una clave del futuro económico del Perú

El mundo entra en una nueva era tecnológica y energética impulsada por el cobre

El cobre, una clave del futuro económico del Perú
  • 09 de octubre del 2025

 

Hablar del cobre en el Perú es hablar de una paradoja. El país tiene una de las mayores reservas del planeta, una ubicación geológica privilegiada y décadas de experiencia minera. Sin embargo, mientras la demanda mundial del metal rojo alcanza niveles históricos, el Perú parece quedarse a medio camino entre la promesa y la realidad. El cobre podría ser el eje de una transformación profunda del país, pero esa posibilidad exige liderazgo, visión y una alianza sólida entre Estado, empresa y sociedad.

En el escenario global, el cobre se ha convertido en el insumo esencial de la nueva revolución industrial: la verde. Desde los autos eléctricos hasta los paneles solares, desde las turbinas eólicas hasta las redes inteligentes de transmisión eléctrica, todo pasa por el cobre. Es el metal que conecta la energía del futuro. De hecho, cada vehículo eléctrico utiliza entre tres y cuatro veces más cobre que uno convencional, y la expansión de las energías renovables multiplicará la demanda mundial en las próximas décadas. Según estimaciones del mercado, hacia 2030 el déficit global de oferta podría superar los tres millones de toneladas métricas, un vacío que solo países con capacidad productiva y estabilidad institucional podrán llenar.

El Perú está entre ellos, al menos sobre el papel. Hoy el cobre representa cerca del 30% de las exportaciones nacionales y alrededor del 10% del PBI. Pero más allá de esas cifras, su verdadero peso radica en lo que puede generar si se administra con inteligencia. En regiones como Moquegua o Tacna, la minería formal ha demostrado que puede coexistir con desarrollo humano: hay empleo formal, inversión en infraestructura, educación técnica y mejores indicadores sociales. Esa experiencia puede y debe replicarse en otras zonas del país, donde la pobreza convive con yacimientos de clase mundial.

Sin embargo, la realidad muestra un contraste doloroso. A pesar de su enorme potencial, el Perú ha perdido posiciones en el ranking global de productores, superado por la República Democrática del Congo. El retroceso no se debe a la falta de recursos, sino a la incapacidad de ejecutar proyectos estratégicos. Michiquillay, Tía María, La Granja o Conga siguen detenidos por conflictos sociales, burocracia y desconfianza. El resultado: inversiones por miles de millones de dólares congeladas, mientras el tiempo corre y otros países ocupan el espacio que dejamos libre.

La minería ilegal agrava aún más la situación. En regiones como La Libertad o Puno, mafias que extraen mineral sin control ni regulación socavan la economía formal y destruyen el ambiente. Esa minería no paga impuestos, no cumple estándares ambientales y alimenta redes criminales. Su expansión es directamente proporcional a la ausencia del Estado y a la parálisis de la minería formal. Allí donde no hay decisiones ni diálogo, reina la ilegalidad.

Pero el cobre no solo puede ser una fuente de ingresos: puede ser la base de una economía más diversificada y tecnológicamente avanzada. El desafío está en usar la renta minera para crear capacidades productivas sostenibles: infraestructura, educación técnica, investigación y cadenas de valor locales. Cajamarca, por ejemplo, podría convertirse en un clúster minero-industrial si se concretan proyectos como Michiquillay, que generaría más de 80 mil empleos directos e indirectos y un entorno propicio para el desarrollo de proveedores y servicios especializados. Esa es la dirección que han tomado países como Chile o Canadá, que entendieron que el éxito minero no se mide solo en toneladas exportadas, sino en valor agregado y bienestar ciudadano.

Para lograrlo, el Perú necesita un pacto de largo plazo. Ni la inversión privada por sí sola ni el Estado actuando en solitario pueden transformar la minería en un motor de desarrollo sostenible. Se requiere una visión compartida que combine competitividad, sostenibilidad ambiental y equidad territorial. Ello implica mejorar la gestión pública, garantizar seguridad jurídica, simplificar trámites y fortalecer la institucionalidad ambiental y social. No se trata de elegir entre minería y desarrollo social, sino de entender que una minería bien gestionada puede financiar el salto hacia un país más moderno e inclusivo.

Las empresas también deben asumir un rol más proactivo. Ya no basta con operar con eficiencia técnica: deben construir confianza, generar valor en las comunidades y actuar con transparencia. Las experiencias exitosas demuestran que donde hay diálogo y beneficios tangibles, los conflictos se reducen y los proyectos avanzan. La minería del siglo XXI no puede ser una isla; debe integrarse a la economía regional, formar capital humano y respetar su entorno.

El cobre es, hoy, mucho más que un metal. Es el hilo conductor del futuro energético y tecnológico del planeta. El Perú tiene una oportunidad única: no solo ser un proveedor de materia prima, sino un actor clave en la transición global hacia una economía baja en carbono. Pero esa oportunidad no espera. Mientras otros países avanzan con decisión, el Perú sigue discutiendo si quiere o no aprovechar su riqueza.

  • 09 de octubre del 2025

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