Berit Knudsen
Palestina: tótem del progresismo identitario
Se ha convertido en un referente semántico, no diplomático
En el imaginario político, Palestina no surge como indignación reciente o cultura de redes sociales. Es una construcción histórica consolidada hace más de seis décadas, cuando el marxismo postcolonial –con la épica de Argelia 1954-1962, Vietnam 1955-1975 y Cuba 1959– convierte la liberación nacional en núcleo de legitimidad moral de la izquierda cultural.
Desde entonces, la causa palestina, más que conflicto territorial, se inscribe como símbolo perpetuo del pueblo oprimido: referente semántico, no diplomático. Tras la guerra árabe–israelí de 1948, Egipto administró Gaza y Jordania anexó Cisjordania. No fundaron un Estado, ampliaron su control territorial, dejando al pueblo palestino como sujeto geopolítico sin soberanía: categoría ideal para la retórica antiimperialista.
La Guerra de los Seis Días en 1967 fijó el eje narrativo al demostrar la asimetría: Israel tomó Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este, el Sinaí y los Altos del Golán en seis días. La redefinición del mapa de Oriente Medio incorporó un hecho duro al discurso de la izquierda global: un país respaldado por Estados Unidos dominaba el territorio palestino sin estatuto estatal pleno. Ese poder tecnológico, militar y su alianza con Washington consolidaron la ecuación simbólica de Palestina como víctima perfecta del orden liberal occidental y al pueblo palestino como categoría abstracta de opresión. La identidad reemplazó en política la iconografía moral.
Egipto firmó la paz con Israel en 1979, Jordania en 1994, la OLP abandonó el maximalismo en Oslo 1993, los hechos cambiaron, pero el símbolo sobrevivió. Los avances son irrelevantes para el progresismo identitario: la utilidad moral de la causa palestina supera cualquier resultado práctico. Como víctima permanente, representa al “oprimido global”. La “causa palestina” funciona como aval ético para movimientos recientes en universidades, congresos estudiantiles y grupos progresistas en Nueva York, Boston o California, invocada como metáfora de inequidad sistémica.
Palestina, como tótem simbólico, condensa colonialismo, raza, desigualdad y víctima absoluta. Los manifestantes no marchan para modificar aspectos jurídicos en Cisjordania o condiciones en Jericó: marchan para afirmar su identidad moral. Su peso no disminuye cuando cambian los gobiernos israelíes, la Autoridad Palestina pierde legitimidad o si la Franja de Gaza es rehén de facciones armadas, porque el símbolo supera al dato.
Esa carga simbólica impide mirar el conflicto con realismo. Al respaldar la causa palestina como bandera identitaria, sectores católicos, liberales o conservadores legitiman indirectamente la retórica radical de izquierda, de movimientos islamistas y terroristas. El atentado del 7 de octubre de 2023 se procesa como “respuesta del oprimido”, no como acto terrorista: su brutalidad se minimiza para preservar el mito del victimismo puro. La coartada moral es el antiimperialismo: la causa humanitaria convertida en símbolo valida la oposición al sistema liberal.
Debemos ser cuidadosos y no confundir al pueblo palestino –que existe, sufre y paga las consecuencias– con la función simbólica construida sobre lo que representa. Que Palestina se haya convertido en tótem no significa que el dolor sea irrelevante ni que la tragedia humana pierda profundidad.
Pero en el teatro político, la dimensión simbólica del conflicto adquiere vida propia como “afirmación moral” más que como búsqueda de soluciones. La distancia entre realidad y símbolo explica por qué la narrativa persiste aunque los hechos cambien: la política procesa a Palestina como espejo moral, no como geografía viva. En cambio, tragedias como la de Nigeria, sin valor simbólico para Occidente, no logran adquirir relevancia.
Más que estrategia para alcanzar la paz, la causa palestina funciona como ritual político en la narrativa del progresismo identitario. Palestina, territorio en disputa, es un emblema que sostiene la identidad del “oprimido”. Mientras la política siga procesando el conflicto como espejo moral y no como problema geopolítico, las víctimas seguirán multiplicándose bajo el símbolo, buscando reafirmación moral más que soluciones reales.
















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