Berit Knudsen
Del marxismo al moralismo: metamorfosis de la izquierda
Ya no gira en torno a la clase y la producción, sino a la identidad y la “opresión estructural”
El progresismo identitario no surge como teoría académica, es la transformación de la izquierda occidental desde la década de 2010. La política deja de girar en torno a la clase y la producción para centrarse en la identidad y la “opresión estructural”. El viejo marxismo, que entendía la sociedad como conflicto económico entre dueños del capital y trabajadores, redefine con esta vertiente el impulso redistributivo: lejos de repartir riqueza desde la productividad, busca reparar injusticias pasadas desde la perspectiva moral.
El objetivo no es crear valor, se concentra en atender a quienes fueron históricamente dañados o marginados. Este cambio nace en las universidades de élite de Estados Unidos, reemplazando el concepto de “clase” por la interseccionalidad formulada por Kimberlé Crenshaw, que combina factores identitarios como género, orientación sexual, raza o clase social, y que propone sistemas superpuestos de discriminación y desigualdad. Así, el derecho a la “no discriminación” se convierte en legitimidad moral y política. La autoridad para opinar ya no se basa en evidencias o resultados, depende de “experiencias vividas” por cada grupo como credencial moral incuestionable.
El politólogo Mark Lilla, en The Once and Future Liberal (2017), afirma que la izquierda ya no construye ciudadanía compartida, sino comunidades morales que compiten por reconocimiento. Michael Lind, en The New Class War (2020), describe cómo una élite profesional urbana captura la política y sustituye los intereses materiales por expresiones simbólicas de identidad. Thomas Piketty, en Capital et Idéologie (2019), llama ‘izquierda brahmán’ a una base que no representa al votante de clase obrera –hoy inclinado a la derecha–, sino a élites urbanas universitarias que se atribuyen autoridad moral y política.
Los hitos de esta mutación son evidentes. En 2013, el movimiento Black Lives Matter convierte casos policiales en emblemas estructurales, colocando la identidad racial como eje de toda injusticia. La campaña presidencial de 2016 transformó la contienda política en una lucha moral entre el bien y el mal: adversarios que no se discuten, se condenan. Lejos del debate racional, la prioridad fue demostrar pertenecer al “bando correcto”. En 2020, el caso George Floyd, consolida una jerarquía ética: minorías raciales, migrantes, colectivos LGBT, musulmanes o trabajadores precarios, no solo merecen protección, se les atribuye autoridad moral para definir la agenda pública. En ese esquema, la redistribución no es una cuestión económica, es una reparación histórica: el Estado deja de medir productividad para administrar agravios.
Desde el punto de vista político, el modelo no requiere mayorías nacionales: basta dominar centros urbanos donde se genere cultura, medios, educación y relato público. En el plano económico, la redistribución no es equidad, moraliza el gasto con recursos asignados por reconocimiento, no por eficiencia. Socialmente, la ciudadanía deja de ser un derecho común y la legitimidad no depende del esfuerzo, sino del relato personal como víctima excluida.
Este giro se refleja en figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, quien en 2018 demostró que era posible transformar el Partido Demócrata desde adentro sin fundar un partido socialista. Más recientemente Zohran Mamdani, alcalde de Nueva York, es elegido con votantes que no optaron por un administrador sino por un intérprete moral que vira a la izquierda. La tendencia del Partido Demócrata es clara: mientras el eje identitario controle los espacios culturales urbanos, el partido seguirá desplazándose hacia una izquierda ideológica y moral distinta al materialismo obrero clásico que priorizaba producción, empleo y crecimiento. Así, el Estado no se legitima por crear prosperidad, redistribuye reconocimiento y administra reparaciones simbólicas, sustituyendo economía por “identidad” como fuente de poder político.
















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