Francisco Swett
Octubre Rojo: ¿segunda edición?
Los episodios de violencia en Ecuador y Chile
Para coincidir históricamente con la Revolución bolchevique de octubre (1919), más conocida como Octubre Rojo, las dictaduras de Caracas y La Habana, y sus aliados, han decidido reeditar con violencia nihilista y actos de terrorismo los eventos que determinaron la caída del Imperio de los zares e instituyeron la tiranía comunista que, pasando por Lenin y Stalin, acabara ignominiosamente setenta y cinco años después, cuando la Unión Soviética dejó de existir.
Los episodios vividos en Ecuador y en Chile son manifestaciones de una ofensiva comunista instigada por los corifeos del Foro de Sao Paulo, hoy reunidos en el Grupo de Puebla, gozando de la hospitalidad que les ofrece AMLO, discípulo de la misma escuela, pero atenazado por sus propia circunstancia de tener que gobernar un Estado sitiado por el narcotráfico y un vecino impredecible al norte. La reacción de La Habana y Caracas era de esperarse, pues Cuba está sometida a un embargo comercial cada vez más asfixiante por parte de Washington, y el régimen de Maduro se debate en el colapso total. Es para ellos una cuestión de supervivencia, ayudada por los resultados esperados de las elecciones en Argentina y la distracción de Trump, quien se encuentra en su propio laberinto de impeachment, pero enfrentada al avance de las fuerzas democráticas liberales aglutinadas en el Grupo de Lima.
Si Marx se equivocó cuando predijo que el espectro del comunismo dominaría Europa y no, como se dio, en las sociedades oprimidas de Rusia y China, cabe preguntarse ¿dónde está Latinoamérica en su secuencia histórica? Es una pregunta que rebasa los límites de este ensayo; pero reconociendo las circunstancias individuales de cada país, podemos afirmar que, a diferencia de Asia, nos hallamos en una situación intermedia entre el modernismo y el rezago. Hay filtros que permiten la movilidad social pero persiste la desigualdad impulsada por las enormes diferencias entre la rentabilidad del capital y el trabajo. La percepción, real e inducida, de abundancia de los pocos y necesidades insatisfechas de los muchos alimenta la veta populista y fortalece los focos infecciosos del socialismo, que ya han saboreado el poder (con sus secuelas de corrupción, autoritarismo y desastrosas prácticas económicas) y pretenden, como en 1917, escribir su propia historia tomándose por asalto las instituciones de la democracia.
Los ataques perpetrados en Ecuador y Chile, países en diferentes estadios de desarrollo, le han mordido la yugular a las economías. En Ecuador las pérdidas y destrozos sobrepasan el 2% del PIB; los ataques a los campos de petróleo y a las instalaciones de los productos básicos como el agua, la electricidad y las telecomunicaciones fueron blancos de los ataques en Quito. La destrucción masiva de la capital ecuatoriana, el bloqueo del comercio interno y externo, y el vandalismo destructor han sido replicados en Santiago y Valparaíso. Para Chile, su imagen de país diferente, cuyas actitudes colectivas son las de una sociedad desarrollada, ha sufrido un serio desmedro. En Ecuador la revuelta fue propiciada por Rafael Correa y tomada por los movimientos indígenas que decidieron pescar en río revuelto, contra un gobierno anodino y débil. En Chile el ataque fue contra un gobierno de derecha, aupado por quinta columnistas de la izquierda que siembran el caos y el terror para debilitar el gobierno y a las instituciones.
Los gobiernos, ha quedado demostrado también, son los últimos en darse cuenta del fermento que bulle bajo sus pies. Los aparatos de inteligencia brillan por su ausencia. O si operan, sus advertencias son desoídas por los políticos y la Fuerza Pública actúa bajo severas restricciones, fuere para mantener la postura de respeto unilateral a “unos” derechos humanos o para evitar rememorar, como en el caso de Chile, las imágenes de septiembre 1973. Y en Ecuador, las más distantes de junio 1959, cuando las agresiones fueron repelidas con la misma violencia que fueron incitadas.
El extremismo no cree en los protocolos de conducta de la democracia. Frente a ello, las lecciones a aprender incluyen la vigilancia permanente y cooperación entre los países frente a agresiones de carácter multinacional, así como la atención igualmente permanente y toma oportuna de correctivos ante todas aquellas manifestaciones de inequidad social que debilitan el pacto social. Cobra particular importancia el afianzamiento de la libertad de emprender e intercambiar. Finalmente, queda claro que se requiere el decidido combate, cuando haya que desplegarlo, contra quienes pretender violentar la convivencia civilizada en la sociedad.
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