Patricio Krateil
La política del no ser
El relativismo se ha vuelto un arma importante para la izquierda progresista

Uno de los venenos intelectuales más corrosivos que nos ha dejado el posmodernismo es la creencia de que la realidad no existe por sí misma, sino que depende del modo en que la nombramos o percibamos, y que los signos finalmente son lo que le dan sentido a la realidad. Este dogma, que empezó como una extravagancia académica, hoy se ha convertido en el punto de partida del progresismo internacional.
Para esta visión no hay hechos, solo narrativas; no hay verdad, solo interpretaciones. Así, lo importante no sería la cosa en sí, sino el efecto de sentido que produce en el discurso. Bajo este marco, hablar de “ola de inseguridad” o “milagro económico” no es describir el mundo, sino moldearlo con palabras.
Si bien es cierto que los discursos y narrativas, los signos como tal, tienen una fuerza en la forma en la cual comprendemos la realidad, esa fuerza no es decisiva. En todo caso, valida la verdad o la contradice con una mentira a veces piadosa y otras muy dolosa.
Es decir, el discurso influye en nuestras acciones, pero confundir influencia con fundamento de la realidad es un salto al vacío tremendo. Un error que hace que, poco a poco, los políticos pretendan dejar de lado la realidad para la acción pública, pues evidentemente es más sencillo a corto plazo obviarla y hacer proliferar los relatos.
Pero a todo esto, ¿cuál es el resultado de estos pensamientos puestos en práctica? Pues nada más que un idealismo utópico o un relativismo sin barreras que lo único que hace es ir de forma contraria a lo que la realidad dictamina. Por ejemplo, si la realidad nos muestra una pobreza extrema en incremento, no importa cuánto intentemos disfrazarla de “revolución”: la gente seguirá muriendo de hambre y el descontento popular crecerá.
Es cierto que existen discursos potentes capaces de calar en las venas de las masas y corroer gobiernos enteros, como ocurrió en Chile con el mal llamado “estallido social”; pero nunca un relato tendrá el poder de la verdad. No importa que tan bien se exponga una idea, si esta niega la gravedad caerá al igual que cae una roca de un quinto piso de un edificio.
Lo cierto es que en nuestra era el relativismo se ha vuelto un arma importante de la izquierda progresista. Pues si lo verdadero no es lo que corresponde a los hechos, sino lo que genera emociones, entonces las fake news, los slogans y la propaganda identitaria se convierten en formas legítimas de “verdad”.
En ese sentido, pesa —quizá sin que muchos lo adviertan— la influencia del llamado cuadrado semiótico del destacado lingüista Algirdas Julien Greimas. Según esta lógica, el discurso ya no busca ser verdad, sino simplemente no ser mentira.
El esquema que propuso en los años sesenta no se limita a contraponer verdad y mentira, sino que introduce dos zonas grises: la no-verdad y la no-mentira. Y es justamente allí donde se mueve gran parte del discurso político y mediático actual. No buscan demostrar la verdad, solo instalar frases plausibles, que no sean mentira abierta, pero tampoco verdad comprobable. Ese terreno ambiguo es perfecto para la manipulación.
Conviene aclarar que la propuesta de Greimas no se limita a ver los conceptos como simples opuestos dialécticos, sino que introduce una subcategorización de la contraposición. Así, frente a pares como libertad y opresión, por dar un ejemplo, aparecen dos categorías intermedias: “no-libertad” y “no-opresión”.
Con este esquema, Greimas sostiene que la realidad misma se articula en el lenguaje y en la significación se da sentido, y a partir de ese sentido se actúa. La realidad se construye de forma performativa. De allí surge el llamado cuadrado semiótico, presentado en 1966, que pretende mapear la forma en que organizamos nuestras percepciones del mundo.
No obstante, siendo un poco aristotélicos podemos encontrar vicios en su propuesta que de una u otra forma ha permeado en la academia internacional. Pues, el progresismo, al confundir semiosis (cómo significamos) con ontología (qué existe), comete un error que degrada la política (y todo lo demás) al mero teatro lingüístico.
Pero hay que aclarar que si hablamos y significamos es porque primero hay algo que significar. No se es consciente de nada, siempre se es consciente de algo. La consciencia no antecede al ser en ninguna instancia y nunca lo hará.
Y aquí está el límite fatal del cuadrado semiótico de Greimas, este puede entretenerse con oposiciones como libertad/opresión o vida/muerte, pero cuando toca el fundamento primario que articula la existencia misma, el “ser” y “no-ser”, fracasa categóricamente.
Porque el ser no admite mediaciones ni zonas intermedias como representaba en su cuadro semiótico para conceptos como libertad o vida. El ser es, y punto. El “no ser” como negativo intermedio de “Ser” ya existe como el negativo primario de “Ser” y el “No no ser” como negativo intermedio del “No ser” se vuelve tautológico, por ende, vuelve a simplemente “Ser”. No existe nada más que el “Ser” y el “No Ser”.
Pretender que el sentido es lo que crea al “Ser” reduce al cuadrado semiótico a un simple artificio intelectual, útil apenas para ejercicios retóricos en la universidad o para adornar panfletos progresistas. Si la estructura no puede sostenerse sobre el eje fundamental de la existencia misma, todo lo demás se desmorona.
¿Cómo podría el lenguaje, o el signo, pretender dictar la realidad si el propio “Ser” —que es la base de esa realidad— ni siquiera encaja coherentemente dentro del juego discursivo de contrarios?
El progresismo posmoderno ha reemplazado la búsqueda de verdad por la lucha de relatos. Ya no se trata de hechos, sino de narrativas que movilicen emociones. La visión aristotélica es hoy muy urgente. El lenguaje influye, pero no funda; los relatos emocionan, pero no crean el ser.
Como diría Aristóteles: “El ser se dice de muchas maneras, pero nunca deja de ser”.
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