Raúl Mendoza Cánepa

Hipocondría

Cuento

Hipocondría
Raúl Mendoza Cánepa
24 de junio del 2024


“Me llamo Eliseo Blanco. Soplo con fuerza sobre la vela, que ahora humea. Me abraza, la abrazo. Cuando se alcanza los cincuenta es un ritual que redime o aniquila”. Tus ojos se dilatan, se hinchan, alfileretean. 

A las seis debes presentarte en el sepelio de Juan Alberti, un compañero de la universidad. El hijo mayor del profesor Paco Alberti. Preguntan de qué se murió, y todos callan; pareciera que morirse es un escándalo. Salvatierra te llama, atiesado y contrito: “Se murió de un cáncer en los huevos”. Cavilas, languideces, sudas.

–Mi más sentido pésame, señora –dice Carlos, mientras repites el gesto.
–Ustedes son sus compañeros de promoción, tomen asiento –farfulla. 

Carlitos sonríe nervioso, extrañado de la suave gentileza de la mujer. Se siente el intenso perfume de los arreglos; tulipanes y gladiolos rodean a un girasol. Un sofá tornasolado relumbra en los ojos. La ventana lateral se agita con el viento, tiene varias capas de herrumbre en los lados. Un reloj acompasa la vista de estantes y enciclopedias. Los cubiertos platinados alumbran desde lejos. 

Te acercas al ataúd. Cierras los ojos. La cara ajada del muerto se deshace como un destello que se rompe en la niebla tras tus párpados. Carlitos te hace una señal para que te serenes, detiene sus ojos en la lámina de sudor de tu frente, crepita el sobre de la clínica en un bolsillo de tu pantalón. Desde la galería se perfilan ángeles, es una cenefa que recorre el muro lateral del comedor hasta el vitral. Un bulto de saliva espesa corta tu respiración, rompes en una tos seca mientras oyes los tacos huecos de la señora que desciende por la escalera. 

–Mi más sentido pésame, señora. 

El padre se acerca adusto. El hombre tiene un chaleco apretado, liliáceo, que su mujer le ha tejido. Cubre una vieja cicatriz diagonal en el cuello. El viejo tiene la mirada lánguida. Exhala con fuerza, se aleja, echa un chorro de aceite en la chimenea. Una flama brota. Las llamaradas proyectan luminiscencias vagas. Carlos profana el recinto donde reposa el ataúd, ese cuadrante gris que resguarda el despojo y el ajuar funerario dentro de aquella atmósfera caliente y espesa. 

Puedes distinguir un espejo, tu rostro amoratado cubierto por un ramaje de venas encima de los ojos. Piensas en los reservorios de vida que te quedan, en la carta sin leer de la Clínica Romero. Un punzón socava tus pulmones. Te pones de pie. Ganas la calle, silencioso, te palpas, estás convencido que hay una montaña que se eleva en tu carne y una leve tumefacción. Eres el papel vacío y la taza volcada, un roble cargado de alcohol y nicotina. El resplandor de tus ojos enrojecidos se vierte en las lunas de un automóvil. “Clínica Romero”. Tomas el sobre blanco de contornos azules. Boqueas el humo de tu cigarro, las manos te tiemblan, una densa humareda te envuelve. Tienes el rostro duro y apretado. Caminas hacia el malecón. 

Deambulas con el sobre cerrado, la respuesta puede abrirte el pecho como una fruta. “Clínica Romero”, las grafías delgadas y sutiles, un sello rojo carmín en la esquina superior. Tu corazón vuelca como una espesa avalancha de lodo. 

Lo observas tratando de distinguir a trasluz alguna palabra. Una esperanza bruta rutila. Lo tomas, lo doblas, das vueltas sin abrirlo. Pareces caer sobre tu propio peso, no tienes fuerza para morirte... Los desgarros hacen presa de ti como las zarpas de un tigre bengalí. Y el sobre blanco con todos sus enigmas aguarda la hora precisa del mediodía, una buena hora para sobrevivir, la mejor de todas, cuando el sol rige sobre el mundo con todo su esplendor.

Raúl Mendoza Cánepa
24 de junio del 2024

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