Miguel Rodriguez Sosa

Ficción de ilegitimidad y representación en crisis

Han fracasado todos los intentos de generar un estado de convulsión social

Ficción de ilegitimidad y representación en crisis
Miguel Rodriguez Sosa
04 de agosto del 2025


Se confunde, en forma aviesa, legitimidad con aprobación; una de las tantas maneras de distorsionar la realidad de los hechos. Que Dina Boluarte en la presidencia es desaprobada por nueve de cada diez individuos consultados para encuestas de opinión, es un dato que puede ser revelador de un real y muy extendido malestar social con la gestión de la mandataria –razones para describirlo o explicarlo huelgan– o como expresión mensurable del
mainstream creado por medios de comunicación fabricando influyentes narrativas de ese descontento, que desde luego las encuestas recogen. En el Perú es un deporte nacional desde los inicios de la República, y ahora más popular que el fútbol, criticar al otro y peor todavía denostarlo si es una figura de poder. Son fugaces los momentos en que un gobierno, cualquiera sea su signo político, ha presentado un índice de aprobación.

Pero la aprobación puede ser valorada con otro enfoque. Por ejemplo, con el centrado en los temperamentos de «la calle». Habrase advertido que hay en ese locus de elusiva configuración una nítida ausencia de ánimos de movilización social; esos galvanizados por quienes quisieran ser reconocidos como bienpensantes y portaestandartes de un civismo de casta, clamando la necesidad de que broten desde grupos significativos de población señales de un descontento conducente a protestas violentas de multitudes respondiendo a la agitación de activistas que nunca faltan. Eso no hay –lamentan los bienpensantes–; no tiene eco en la acción social su prédica de las propias convicciones que han confundido con el civismo. «Hay un hartazgo, pero no hay ganas de salir, organizarse y marchar», afirma alguien desde una emblemática tribuna mediática del progresismo. Una confirmación más de que, desde marzo del 2023, han fracasado todos los intentos de generar un estado de convulsión contra la mandataria y también contra la representación parlamentaria. Eso que llaman la calle muestra indiferencia a los reclamos disruptivos.

Desde luego, los activismos que se lucen en la prensa y en las redes sociales se empeñan en ofrecer algo que pueda parecer una explicación del fenómeno. «La gente tiene miedo de la represión», dicen; y en formas más elaboradas especulan con las razones de la frustración de cualquiera de sus aventuras por forjar eso que llaman un frente popular, o arguyen: «Hay una crisis, una fragmentación en la izquierda, que eran los que organizaban las marchas».

Notorio es que tales alegaciones dolientes se añaden a otras similares como una letanía recurrente, pretendiendo ocultar lo que es el hecho objetivo de que esos aparentes sujetos: la gente y la calle, están actuando, en gran mayoría, como lo manda su derecho a obedecer la legalidad del orden institucional, y así han optado por desoír la prédica violentista que quisiera perturbarlo. No hay en el Perú, como en Venezuela o en Cuba, la represión de las expresiones de un descontento social extendido; de hecho, no hay represión alguna, excepto y necesariamente cuando la alegada protesta deriva en vandalismo o en violencia subversiva. 

Pero los activismos disruptivos juegan la baza de otra línea argumental que quiere pasar como interpretación de su fracaso, que siempre es el de los otros, nunca de sí mismos. Aparece entonces la monserga de la legitimidad: el gobierno de Dina Boluarte sostenido por la convivencia política con una mayoría fluida en el Congreso, es ilegítimo. Los más audaces voceros de esta falacia llegan a mencionar que es el producto de un golpe de estado parlamentario infligido a Pedro Castillo, es decir, que el gobierno carece de legitimidad de origen; otros, que carece de legitimidad de gestión porque desatiende los reclamos de los activismos que se asumen representativos de mayorías sociales ficticias. A estas posturas les subyace en común la idea desvirtuada –con raíz en el decaimiento intelectual del contractualismo progresista– de que hay una diferencia ontológica entre legalidad y legitimidad. Esa que hoy en día los comunistas chilenos sostienen afirmando: «cuando el estado de derecho no sirve para garantizar los derechos esenciales del pueblo, el pueblo, que es el soberano, tiene todo el derecho y la razón para pasar por sobre el estado de derecho» (Daniel Jadue, uno de los mandones del PC de Chile).

Realmente, esa declaración, sin duda compartida por las izquierdas en el Perú –recordemos al congresista marxista burlándose de «las pelotudeces democráticas» o a esos vociferando «el derecho a la insurgencia popular frente a la dictadura de Boluarte y el Congreso»– releva de otra prueba demostrando su desprecio por la legalidad con base en un derecho ficticio a la subversión del orden como expresión tan racionalista como fatua de una legitimidad autoproclamada y arbitraria. No puede sorprender en quienes comulgan con el mantra comunista de que el Estado tiene un carácter de clase. En su conjunto, tales expresiones pintan por entero a los agentes del caos con disfraz de revolución popular.

En estos días y muy a pesar de los violentistas fracasados el Perú continúa su rumbo hacia el cambio de gobierno por vía electoral, con la conducta de la más amplia mayoría de sus poblaciones orientada a preservar el orden institucional. Atrás quedan los clamores agoreros de una nueva interrupción del curso de normalidad y estabilidad política que se ha reafirmado con la nueva mesa directiva del Legislativo y con el último mensaje a la nación de la mandataria presidencial, en el cual –lo único rescatable, una firmeza sorprendente e inédita en ella– enfrenta y condena a los sembradores de violencia.

La nueva coyuntura política abierta sin embargo pone otra vez en debate la cuestión de la representación política como enseña y base de la democracia. Porque el alto precio de esa normalidad y estabilidad actuales es el tramado de una convivencia en el poder, de fuerzas partidarias que no son propiamente agencias políticas sino agrupaciones vertebradas por gestores de intereses prebendistas claramente dispuestos a servirse de clientelas electorales.

El apacible temperamento de la gente en la calle (esos tópicos) desoyendo a los activismos disruptivos es el mismo que va a elegir un nuevo gobierno y una nueva representación parlamentaria, que será bicameral, y podría hacerlo con el mismo descompromiso por su propio futuro que en el 2021. Nada ha cambiado de entonces a hoy, y creo que no cambiará para el 2026. Cualquiera que sea la votación mayoritaria del electorado, va a manifestar otro episodio en el que, más temprano que tarde, brotarán la desaprobación y el descontento. Las razones de ese previsible comportamiento pueden ser expuestas y razonadas desde ópticas distintas del análisis, y volverán –como las oscuras golondrinas del romanticismo– las interpretaciones estólidas de que eso ocurre porque «no tenemos la dirección ni la clase política a cargo de la conducción del país» o porque «no se produce la eclosión de un espíritu cívico». O sea, porque los peruanos no atienden a las ideas iluministas de un Sagasti o un García Sayán (patricios del progresismo y los autores de esas expresiones).

Es probable que nadie entre los formadores de opinión sugiera ante el eventual descontento originado por la gestión del próximo régimen que la llamada crisis de representación no radica en la feble naturaleza de la clase política ni en la ausencia de un civismo impostado. Se relegó al olvido –otra vez– que el gran mal causante de esa crisis de representación no afinca en los representantes sino en los representados; específicamente en el plebeyismo anti-político de los electores. Lo que había advertido el sociólogo Danilo Martuccelli (El otro desborde. 2024) postulando que, más que una crisis de representación, en el Perú lo que hay una democratización plebeya del poder político articulada a una democratización igualmente plebeya de la sociedad; esa que celebra el emprendedurismo y el cultivo de la elusión de la formalidad, y que ha optado por el clientelismo prebendario con el recurso exitoso a organizarse, alquilar un grupo de candidatos a congresistas (tal vez incluso un candidato presidencial) y conseguir que produzcan una legalidad a la medida de sus intereses de negocio.

Sucederá entonces –nuevamente– la escena de los peruanos del común repudiando a sus gobernantes en el Ejecutivo y a sus representantes en el Legislativo, como si unos y otros no hubieran sido elegidos por ellos mismos, revelando el impulso a sustraerse de la responsabilidad electoral por cuya voluntad se han producido los resultados que repudian. Los electores responsabilizando a sus elegidos de las consecuencias de un acto propio. Desde luego, florecerán las justificaciones alegando que «los electores no saben bien a quién eligen» o, con autocomplacencia resignada, «los electores suelen optar por el mal menor».

Aun así, para las elecciones generales del 2026 se puede albergar esperanzas en que los electores no opten por el mal menor y menos todavía por alguien que les parezca muy próximo a su propia imagen: «un peruano como tú», peor si se presenta como reivindicativo de los «sectores sociales insatisfechos» y de las supuestas «víctimas de la cancelación política, los marginados, subreconocidos»; o por ese que refleja sus anhelos de emprendedor exitoso y matrero que se presenta como de «una raza diferente».

Escribo estas líneas el día previo al del término legal para la inscripción de alianzas electorales que deberían concentrar en bloques la proliferación fúngica y abrumadora de partidos políticos para la próxima contienda electoral. Habrá que ver lo que suceda.

Miguel Rodriguez Sosa
04 de agosto del 2025

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