Miguel Rodriguez Sosa

Ruina de la representación política

Las elecciones del 2026 y la crisis del sistema de partidos

Ruina de la representación política
Miguel Rodriguez Sosa
28 de julio del 2025

 

La tarea de asentar en la escena política peruana el ideario de ciudadanía republicana es vasta y complicada, incluso en sus términos primordiales. El inicio de la campaña electoral para los comicios generales del 2026 dista mucho de ser propicio si se tiene en cuenta que el panorama sigue dibujado en los colores de una supuesta polarización entre derechas e izquierdas, que es la manera más ígnara de distinguir en la lucha política dentro de una sociedad ganada por el clientelismo y el patrocinio de intereses que se presentan con etiquetas disruptivas o con etiquetas continuistas; las primeras enarbolando la conveniencia de refundar el orden del Estado; las segundas pretendiendo preservar el statu quo; y hay también aquellos a la búsqueda de un centro político con matices de progresismo acotado: centroderecha o centroizquierda, que le dicen. En esta tripartición de posiciones, cada facción política es dueña de su propia fantasía.

Revolotean las propuestas para configurar coaliciones o alianzas electorales y las más imaginativas apuestan por que aparezca una suerte de racionalidad instrumental en los actores políticos partidarios evitando los extremos izquierdista y derechista, y los consiguientes «anti» como la opción por el mal menor. El plazo para la presentación de bloques inscritos como alianzas y aptos para la contienda electoral es de sólo una semana y no será exagerado considerar que los apetitos partidarios por ganar curules en la próxima representación parlamentaria bicameral dañan más que benefician las agregaciones: cualquier partidito político de los 43 habilitados –dentro o fuera de una alianza– que consiga alzarse con el mínimo necesario de votos, puede asegurarse puestos en el Congreso, y las candidaturas presidenciales pueden presentar opciones realmente bizarras para una segunda vuelta electoral.

El clima preelectoral con temperatura al alza en el trajín de sumas y restas para la formación de bloques, trazado como una contienda con apariencia ideológica –izquierdas vs. derechas– y sus posibilidades aglutinantes, omite por completo la cuestión raigal de que el escenario realmente ofrece el drama de la «crisis de representación política», centrada en el prolongado y cada vez más profundo deterioro del sistema de partidos políticos que es, realmente, un agobio. En las formaciones partidarias nadie pone en cuestión la ilusión de contar con una representación propia y ha sido oscurecida la cuestión de la naturaleza de esa representatividad. Es lo más seguro que cada partido o bloque asegure la propia con el simple expediente de sumar el patrocinio de intereses de grupo. En ese proceso de puja en la subasta de expectativas van a concurrir las ofertas de voto de «movimientos sociales», formas varias del activismo de minorías y grupos de presión generados por economías criminales con propósito de añadir votos en las ánforas; tal vez incluso haya la votación distintiva de grupos regionales de población arriada por consignas de resentimiento social, tan vindicativas como desfasadas del presente.

En perspectiva, las elecciones del 2026 habrán de mostrar la imagen de un abigarrado conflicto de sensibilidades que quisiera aparecer como ideológico y no lo es, porque si hay una característica muy marcada en el electorado peruano es su abrumador sentido oportunista guiado por el hartazgo ante las propuestas políticas, sean temperadas o radicales, que no sintonicen con sus apetencias inmediatas de sobrevivencia. La incapacidad de los extremismos de las «izquierdas trasnochadas» (Juan Carlos Tafur dixit) y de las «izquierdas mesocráticas» (Vladimir Cerrón dixit) para conseguir desde el 2023 una movilización social masiva y disruptiva acompaña a la igual incapacidad de sus oponentes en el bando de quienes aceptan sin melindres la etiqueta de «derechas» queriendo ganar voluntad social activa.

Pero sería un grueso error de apreciación creer que las incapacidades de los extremos izquierdo y derecho del espectro alientan fortuna para lo que algunos se empeñan en presentar como alternativa no polarizante, que es llamada –según sea la conveniencia– centroderecha o centroizquierda, una parte ancha del espectro de banda político que se supone distanciada de los extremismos. Es verdaderamente divertido observar cómo actúan formadores de opinión fabricando imágenes con etiquetas de centroderecha liberal sobreviviente y atrapada entre una derecha reaccionaria y una izquierda autoritaria, o bien de centroizquierda progresista acosada por la primera y repudiada por la segunda. Desde luego, el márquetin que ofrece el producto para generar su necesidad exige, en primer lugar, ubicar el nicho de mercado en que se presente atractivo para el consumidor, digo: el electorado; y esa necesidad y el tal nicho aparecen entonces presentadas como forjadas por un ánimo anti establishment visceral que funciona como el mejor aliado de la izquierda radical creciendo como alternativa frente a un statu quo político corrupto y decadente.

En esa línea, se especula con la posibilidad de que un candidato presidencial de izquierda llegue a la segunda vuelta electoral, y que pueda repetirse la situación del 2021 que encumbró a Pedro Castillo. Para neutralizar tal opción es que se impulsa el surgimiento de alguna plataforma de centro político, que sería la única capaz de derrotarla; de inicio, se rechaza que esa opción porte la etiqueta de derecha. Es, sin embargo, una imaginería bordada con ilusiones, que confunde el extendido desafecto social con la política y con el sistema de partidos políticos, con un jacobinismo antisistema palpitando en mayorías sociales.

Conforme nos acerquemos a abril del 2026, sobre todo luego del 2 de agosto próximo (plazo del Jurado Nacional de Elecciones para la inscripción de alianzas electorales) aparecerán y con frecuencia creciente las encuestas de intención de voto que, como sucede inobjetablemente, tratan de inducir el rechazo al «voto perdido» y casi nunca aciertan. Entonces, lo que el observador agudo detectará es que el electorado, mayormente creyente en que la política es un espacio para reclamaciones pintadas como reivindicaciones y derechos sectoriales, en realidad estará buscando el liderazgo carismático e identitario que los represente y patrocine, mejor todavía si es personificado por un outsider con sentido de oportunidad. Y otra vez quedarán en los espacios de opinión y como hueras presunciones, las construidas sobre el fantasioso tinglado de la polarización ideológica de la población. 

Frente a las preocupaciones sociales acuciantes como la inseguridad por la amenaza criminal y la preservación de un orden económico ampliamente tolerante al emprendedurismo y a la informalidad, es casi seguro que a muy pocos electores interesará si su voto debe sumar a los de un candidato por su postura ideológica, sea de izquierda o de derecha. En el momento decisivo de emitir el voto, el peruano del común apoyará al candidato con la propuesta que sea expuesta en vía de mensajes persuasivos con el alto nivel de violencia simbólica que pueda representar su actitud de acción fuerte y resolutiva frente a amenazas y riesgos para la seguridad de las mayorías.

Contrariando las expectativas del racionalismo que distingue un frente de batalla electoral entre izquierdas y derechas pugnando por ganar alfiles y peones para un fantasioso centro político, opto por plantear que el electorado apoyará decisivamente al candidato presidencial que se presente remontándose sobre ese terreno de discordias hirsutas que se quiere presentar como un Campo de Agramante (cierto que es una frase hecha) y en realidad no es otra cosa que una plaza ocasional de feriantes ofreciendo a los electores las muchas suertes de sus sospechosos bálsamos contra las miserias nacionales.

Y es que tamaña feria fue organizada e implantada por la fantasía racionalista la de que se llamó Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (CANRP, 2018) que generó el más reciente vertedero por donde se ha ido al desagüe el sistema de partidos políticos en el Perú. Un hecho gravitante de la política que ahora se pretende «invisibilizar» (como reza el código caviar) para ocultar el desastre que ha generado.

En días recientes, desde puntos de vista distintos, se han publicado opiniones relevantes acerca de lo que se considera la «crisis de representación política», centrada en el deterioro profundo del sistema de partidos políticos que es, realmente, un agobio. Hacen bien unos analistas en señalar a la inútil –a más de fracasada– reforma política implantada durante el infausto gobierno de Martín Vizcarra en vía de la CANRP apuntando que la gente no se sentía representada por los partidos políticos existentes, puesto que (era su supuesto) carecían de capacidad para canalizar aspiraciones y necesidades sociales.

La CANRP hizo propuestas para fortalecer y aumentar la representatividad de los partidos políticos, acabando con su fragmentación y volatilidad del sistema, para mejorar la democracia interna de sus procedimientos, para ampliar la participación electoral ciudadana en las decisiones electorales de los partidos, así como para combatir la corrupción que los había penetrado y reforzar la rendición de cuentas de sus dirigencias. Pura floritura. En menos de un año fue evidente que no se lograba ninguno de tales objetivos. Las excusas de sus gestores y sus áulicos dicen que fue por los enfrentamientos entre el Ejecutivo y el Legislativo a propósito de esas reformas, que fueron emasculadas u olvidadas, pero en realidad ha sido porque la CANRP actuó, como es usual en los cenáculos progresistas que reúnen a tertulianos ajenos al mundo real, en el vacío político y sin entender que los maquillajes ofrecidos para adecentar el sistema de partidos eran, y son, solamente máscaras mostradas a una población con título de electorado que sin embargo carece en su gran mayoría de interés en «la política» como espacio de acción para el interés público y que, por consiguiente, carece de espíritu ciudadano. 

Así es como concurriremos a las elecciones generales del 2026, posiblemente las más despolitizadas del último cuarto de siglo, con la muy mayoritaria ignorancia, en los peruanos que vayan a votar, de los valores de la representación política como uno de los cimientos de la ciudadanía.

Miguel Rodriguez Sosa
28 de julio del 2025

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