Hugo Neira
El carácter de Hipólito Unanue
Su itinerario ideológico fue el de un partido y una clase

Hipólito Unanue (1755-1833) había modelado su personalidad en el paternalismo vigilante del Despotismo Ilustrado. Al amparo de la tutoría virreinal impulsó la Sociedad de Amantes del País, el "Mercurio Peruano", el Anfiteatro Anatómico. Había aconsejado mejoras en la economía y la salud de la sociedad en la que vivía y a la que servía dentro de las posibilidades de su tiempo. Había ceñido su actividad a la obra de la cultura y de la ciencia en un inicial patriotismo del conocimiento, con el que la Ilustración Peruana precedió al patriotismo de la pasión y de los años de la guerra civil con España. Su obra se yergue, cuando llega Abascal, brotando de una decisión de comprender y ser útil. Se yergue por su voluntad, en el marasmo colonial, como su gloria, que es "esencialmente científica, intelectual, orgullo de academias ilustradas y de investigaciones vernáculas" (Porras). Se yergue porque estaba fijada en las tareas del conocimiento del Perú. Y en las posibilidades de comunicar su sabiduría que nacía de la comunión y el religamiento con la naciente patria, con el territorio y con su nombre; y en la necesidad de transferir tal certidumbre a la sociedad en la que vivía. En sembrar el verbo en el silencio de los hombres. En implantar su vigilado y atento fervor por el Perú. Para ello había utilizado el periodismo, la cátedra, el cenáculo mismo. ¿Se lo podemos reprochar? ¿Podemos acusarlo de frigidez política comparándolo con otros temperamentos? ¿El de José de la Riva-Agüero, por ejemplo, fácil a la pasión sectaria? Su manera, la modalidad de Unanue, era una forma de la autenticidad. Era su modo de "ser" en el mundo, de "estar" entre los peruanos.
Para amar y conocer el país había sido historiador, economista, geógrafo, antropólogo, observador del clima y de las castas peruanas, literato por el modo de narrar y científico. Y en grado sobresaliente, médico, a quien, por las confidencias que públicamente hacía condoliéndose de la despoblación del Perú, de la situación del indio, podríamos llamar, ahora, hombre de probada emoción social. Unanue no sólo se complacía en un dudoso preciosismo de inteligencia sin compromiso alguno. Había estado dominado por el demonio de la comunicación, de la palabra fijada en los textos y por ese camino logró influir en la conciencia de sus contemporáneos. La imprenta había sido su arma predilecta. Y su influencia personal. Había llegado a la amistad de los Virreyes, para rozar a su vez al país mismo. Ya que como criollo el ascenso social lo limitaba con los umbrales del mando, había ejercido el poder del modo indirecto con que lo ejercían los consejeros y los favoritos. Porque el amor por el Perú lo impulsó a los usos palaciegos, está libre de culpa. [...]
Las virtudes morales que Unanue, intuitivamente, había otorgado al hombre peruano sirven para definirlo. La urbanidad, el dulce trato, serán sus prendas íntimas. Del poder no obtuvo dinero ni la complacencia en satisfacer apetitos bastardos, que no tenía. Tan sólo el reconocimiento y la confianza que inspiraban su recto trato con los hombres, su fe inconmovible en los destinos de la especie, en su perfectibilidad creciente, en la felicidad como meta del porvenir humano, a través del uso de la razón y la inteligencia, en el ejercicio de la virtud cristiana. Era un típico peruano ilustrado de aquellos días, afable, de sosegado mundo interior, y que rechazaba la violencia. Y en su espíritu brillaban las prendas casi permanentes del estado del alma peruana presentes desde que Garcilaso trazó nuestro destino espiritual: cortesía, soterrada congoja por la patria, limpieza de ánimo, humildad y, sobre todo, rechazo de las soluciones por medio de la fuerza y la del fanatismo. Oposición humanista a que el caos subconsciente y sus egoísmos determinen la conducta social. Un impulso que parecía venir por no sé qué extraña correspondencia entre este criollo y las viejas culturas peruanas, patente en su deseo por lograr siempre la paz entre los hombres, por su creencia de que la obra de la civilización se realizaba por el entendimiento y el uso del diálogo. Su vida, el sentido de su obra, están regidos por este sino de equilibrio, por su tendencia a la conciliación y la mesura. Sentido ético que es lujo civilizado en nuestro legado histórico, que se observa como un ejercicio moral colectivo, desde la conquista persuasiva y civilizadora de los incas; que brota de nuestra tradición y nuestro protector aunque incumplido Derecho Colonial. Una vocación colectiva que prefiere las fórmulas equilibradas y serenas.
Quien escribe estas páginas cree hallar en Unanue ese destino casi carismático de la inteligencia peruana sobre un pueblo cuyos hábitos de serena varonía y mansedumbre han sido confundidos (y explotados) con el servilismo y la obediencia zoológica. Y si esa correspondencia entre élites y pueblo se ha desarticulado luego del mensaje de Unanue, es porque no hemos captado su lección, que es la del arraigo en un pueblo de desarraigados. No hemos tenido gran literatura que soporte al tiempo, ni novela ni teatro, porque no tenemos, sencillamente, amor al país y sus gentes.
Unanue es peruano por sus dotes de hombre de paz y de cultura. Por eso, dentro de la agitada pasión contemporánea que vivirá, ostentará en sus actos el legado de esta tierra de "conciliación y de síntesis" como lo ha dicho Raúl Porras. Tierra que ha hermanado en la historia y en la geografía todos los ánimos, los climas y las razas.
Unanue es, también, ya el humanista que maneja el escepticismo frente al demonismo sectario de algunos de sus contemporáneos. Su perfil espiritual es el del sabio racionalista y cristiano, alejado de las exigencias de unilateralidad y odio que requieren las sectas para llevar a cabo lo que Roger Caillois ha calificado como "la guerra declarada de hecho al universo". Unanue había sido educado en los juegos dialécticos del escolasticismo y la preposición y negación de tesis y antítesis. Desvinculado de este sistema lógico, no olvidó del todo sus técnicas. Había incorporado la duda metódica de Descartes. Así, la sal de su ironía de criollo, que sirvió para disolver en "ácido crítico" las exageraciones teóricas del Enciclopedismo y la Ilustración Europea, habría de ejercer idéntico estado de alerta, sucesivamente, ante la derecha del despotismo regalicio o la izquierda vehemente de los conspiradores criollos. Y en la República, su vocación por el equilibrio lo torna desconfiado frente a la extrema utopía liberal. Las logias le proponían el fuego de un mito, pero también la imposición del catecismo social de la Enciclopedia. No se adherirá a la idea de emancipación mientras ésta sufra su fase de incubación sectaria. Unanue, que como Goethe parece preferir la injusticia al desorden, tiene motivos profundos para huir de la vinculación real con una secta. Y este será uno de los perfiles más aguzados de su carácter. La secta utiliza mecanismos psicológicos y sociales para conseguir sus fines que están en abierta oposición al modo como Unanue encarnaba los problemas de su circunstancia. Las logias o sectas practicaban el secreto.
Usaban las armas de la violencia y la intriga. Unanue será un pacifista. Para admitir la disciplina de la secta es preciso la anulación del yo personal y la pérdida de la voluntad crítica. Unanue es un racionalista, educado en la fe, en la inteligencia. La secta nace de una servidumbre y de la impotencia de alterar la sociedad por otros medios que los clandestinos. Pertenecer a ella significa haber perdido la esperanza de toda otra forma pacífica de cambio. Unanue había estado vinculado al poder y su influencia se había dejado sentir en el cumplimiento de sus proyectos. Se resistió a creer que la insurrección era el único camino. La secta posee una moral inferior a la privada. Y sirve para organizar los temperamentos inferiores para hacer más útil su virulencia. Se constituye sobre el odio y está destinada a destruir. Unanue era antes que nada un perpetuo constructor, su mayor virtud residía en amar. Su profesión era devolver la vida. Por muchos motivos podía considerarse un hombre superior. Sus vínculos, por último, con el ideal revolucionario, cuando los establece, son racionales y no afectivos. Unanue, a quienes lo han juzgado, aparece por su falta de relación con los conspiradores, antes de 1806, como hombre del "Ancien Régime" (Pacheco Vélez) o responde a "un estado de alma anterior a la revolución" (Raúl Porras).
Cabe proponer una variante en la perspectiva de ese tiempo de Unanue y un nuevo juicio sobre su conducta. (...) Cuando el sosegado y prudente Unanue ha de abrazar la revolución es porque todas las posibilidades históricas de mantener algún tipo de vínculo con España se han agotado. Su itinerario ideológico hubo de ser el de un partido y una clase: el partido moderado y la burguesía vinculada a España. Prosaicamente: los criollos con empleo en la Administración Colonial. El itinerario mental de este partido de centro tiene varias fases. De 1791 a Abascal: la ubicación de la idea de patria; el hallazgo con el país y la circunstancia; los reclamos en lo político por un mejor trato a los criollos. De 1806 a 1814: deseo de participar en el gobierno de las provincias por medio de las Cortes; Basadre observa que en este período "se pudo observar con más claridad los intereses separatistas de aislados grupos comerciales librecambistas en lugares como Buenos Aires." En el Perú la actitud es fidelista. Un reformismo moderado es el humor de los tiempos. El Perú es Unanue y Baquíjano y Larriva. No Riva-Agüero, que actuaba fuera del país. De 1815 a 1820, es el momento del apartamiento del partido reformista por el regreso de la Corona al Despotismo, o debido al desengaño de los criollos que, habiendo viajado a España para asistir a las Cortes, observaron en la metrópoli misma los vicios y relajamientos de la vida social española. La incapacidad de mando de la Aristocracia peninsular, vista por Unanue, y tal vez la sensación de que allá y aquí se sufría de una enfermedad común: de una misma crisis general en todo el organismo hispano.
Extraído de mi libro, Hipólito Unanue y el nacimiento de la patria, escrito y premiado en 1961, publicado en 1967 por la Agencia Comercial Unanue SA, pp. 102-107.