Rocío Valverde

Amor

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Rocío Valverde
13 de febrero del 2017

Líneas dedicadas a las amigas que curan nuestras maltrechas almas

Me voy a permitir escribir sobre el amor, aunque las voces de mi cabeza estén dándome de puñetes en la boca del estómago. Aunque mi dolorosa timidez me esté retorciendo las tripas, este será el día en el que bajaré las velas del barco de mi vida para compartir la calma que trajo una persona a mi tempestuosa existencia.

Yo era de las personas que decían desde muy pequeñas que nunca se iban a casar, que a lo mucho iban a vivir con alguien; pero que con un perro o, aún mejor, con un albergue para perros tendrían suficiente amor en su vida. Era de las que ponían el grito en el cielo al escuchar que fulanito se había ido a Tailandia y había conocido a fulanita y ahora se iba a quedar allí. Y me daban pequeños infartos al saber que el hijito de doña fulanita se iba a casar el próximo mes con tan solo 25 años. Entredientes susurraba: "Que firme por bienes separados. ¡Uyuyuy no sabe en lo que se está metiendo!, porque estadísticamente están destinados al desastre”.

La verdad, no entendía cómo funcionaba eso del enamoramiento. Veía a mis amigas estar felices un día y al siguiente llorar desconsoladas porque el novio de turno las había engañado, o porque el rollo de una noche lo negaban al amanecer. Fui pañuelo de lágrimas para muchas, en parte porque hablo muy poco y me limito a escuchar; y creo también porque siempre tenía un rinconcito reservado en la tripa, dispuesto a ser llenado con una tarta aunque viniera acompañada de una ración de lágrimas.

Así pasaron muchos años hasta que un día no fueron los hombros de mi mejor amiga los que me cobijaron en reciprocidad, sino su sofá. Un sofá en el que me quedé como una zombi por cinco días. ¡Qué vergüenza! ¡Qué despojo! A la mejor francotiradora le habían asestado un tiro por la espalda. Eso era el desamor. Nadie me dijo que era tan espantoso y que de verdad sentías cómo te dolía el corazón. Mi hipocondríaco ser pensaba que en cualquier momento iba a sufrir un paro cardíaco. Pensaba también que a buena hora había comprado un seguro de vida: podrían repatriar mi cuerpo a Perú sin problemas. Y pensaba y pensaba cada gilipollez hasta que caía dormida. Cada despertar podía ver un poco más la luz, en parte porque se me iban deshinchando los ojos y en parte porque mi pobre corazón se iba reconstruyendo pedazo por pedazo. O "piazo por piazo" como decía mi pequeña amiga de Teruel.

Pasé unos años repitiendo el ciclo hasta que decidí que ya estaba bien de darme hostias por la vida; que ya tenía bastante edad, que estaba más cerca de los treinta que de los quince, y que estaba hasta el perno esa etiqueta de siempre tener que tomar un último café con una persona a la que no quieres ver un minuto más en tu vida. Quería volver a Perú, pero antes quería ir a la casa de Ana Frank en Ámsterdam; y también quería ir a Berlín, Varsovia y Bangkok. Mi madre estaba hartísima de que viva como una gitana sin lugar fijo en el mundo. Este viaje a Amsterdam era el fin de mi periplo. O eso pensaba.

Las historias de la Segunda Guerra Mundial siempre consiguen conmoverme, y pensaba que tendría que usar gafas oscuras cien metros antes de ver el portal de la casa de Anna Frank. Pero el día en que llegue a Ámsterdam no hice más que reír, y no por los brownies o las coffee shops. En Ámsterdam vi hacia mi derecha y reconocí por primera vez a mi amigo Guil y el resto es historia. Seis meses después le comuniqué a mi madre por teléfono que me iba a casar en diciembre.

Hace poco le entregué a Guil una rosa encantada, y le conté que nunca le pedí a la vida un compañero de fortuna ni un compañero con poder. Siempre que me sentía descorazonada, pedía al universo un compañero con bondad, con compasión, de trato amable. Una persona que sea buena con sus padres y con los animales, que tenga empatía, que le guste reírse y que tenga debilidad por los dulces. Así que gracias, universo. He echado el ancla y he deshecho mis cabellos para anidar en este puerto.

Estas líneas están dedicadas a esas amigas que curan nuestras maltrechas almas con tazas de café y pastel de chocolate, a los amores perros que a maretazos nos enseñan que es lo que no queremos en la vida y al bálsamo del amor que llega para apaciguar nuestra mar.

Por Rocío Valverde

Rocío Valverde
13 de febrero del 2017

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