Pésima conectividad vial hacia el centro del país

La semana pasada, con los auspicios de la Caja Huancayo, en el club Huancayo diversos representantes de Huancayo ofrecieron una conferencia de prensa. En la cita se dio a conocer las constantes interrupciones de los vuelos hacia el aeropuerto Francisco Carlé (Jauja). Y aprovechando la presencia de medios limeños, también se hizo público el estado actual de la carretera central: altamente congestionada, siendo los accidentes fatales pan de cada día.

Por más que se diga que existen diversas rutas hacia el centro del país, la ansiada conectividad vial es lejana. Volar hacia Jauja es un albur. De pronto –según los usuarios– los vuelos son cancelados; según Corpac, administrador del aeródromo, debido al mantenimiento en la pista de aterrizaje. En un contexto de casi aislamiento –estando Huancayo tan cerca a Lima–, la Cámara de Comercio de Huancayo y otras entidades locales y regionales hicieron público su malestar. 

El representante del Ministerio de Transportes confirmó la pronta concesión del aeropuerto Carlé y otros aeródromos nacionales. Asimismo aseguró que el proyecto de mejoramiento del aeropuerto está en proceso, para el cual se prevé un área de 125 hectáreas y una pista de aterrizaje de 3,400 metros de longitud; un aeropuerto distinto al actual, de 36 hectáreas y pista de aterrizaje de 2,810 metros. La buena noticia es la disponibilidad del 85% de esos terrenos, también en proceso de saneamiento físico y legal.

El término “en proceso” es usual en la administración pública. Pero la impaciencia de la población no empata con la parsimonia de la burocracia, y está en desacuerdo con la ejecución de obras sin repercusión social y económica. En los últimos 20 años los gobiernos privilegiaron la Interoceánica del Sur, la Refinería de Talara y el Gasoducto en lugar de carreteras y aeródromos necesarios para facilitar las actividades económicas de los pequeños y grandes inversionistas. Capitales e ingenio tan necesarios para derrotar a la pobreza y desocupación.

Sobre la nueva carretera central –autopista de cuatro carriles denominada Corredor Verde– algunos dicen que “no importa cuanto cueste, pero que se haga”. Bueno pues, con ese argumento se “modernizó” la inservible refinería de Talara (US$ 7,000 millones) y se sobrevaloraron obras públicas mediante adendas. La interoceánica del sur es un elefante blanco y el gasoducto un desperdicio millonario. Fueron obras entregadas a constructoras internacionales mafiosas, compinchadas con empresas peruanas. Por su parte, quienes han sido ganados por el argumento del Colegio de Ingenieros de Lima (CIL) –empecinado en impedir la construcción del Corredor Verde– repiten que la nueva carretera costará una millonada. 

Vale, entonces, señalar que existe una ley natural que domina los mercados: la relación precio-calidad. Treinta años atrás aquí no disfrutábamos de la calidad. Para la dictadura velasquista los costos no importaban, mucho menos la calidad. El Estado, al controlar la producción, se hizo cargo más de las pérdidas que de las ganancias, y de las ausencias en lugar de la abundancia.

Hoy, la población sabe de calidad y exige mejores productos a públicos y privados. Los paladares se volvieron selectivos. Los sentidos van hacia lo confortable, en busca de satisfacciones, lo que es una tendencia irreversible. Se impuso la relación precio-calidad.

Con la autopista de cuatro carriles –en proyecto definitivo de acuerdo al convenio de gobierno a gobierno Perú-Francia– quedaría claro que la calidad cuesta y que lo barato, a la larga, resulta caro. Ya no estamos para carreteritas hechas por improvisados constructores y, para colmo, mafiosos. La especialización –en este caso de carreteras– también domina los mercados de alta calidad.