La comisión de Constitución del Congreso de la R...
En este portal consideramos que las reformas del sistema político y judicial, de una u otra manera, están signadas por una voluntad de controlar instituciones que obligará en el futuro a desarrollar revisiones de fondo de esas reformas. El retroceso del Fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, con respecto al caso de los fiscales Lava Jato; el proyecto que presentó el Ejecutivo para reorganizar el Ministerio Público, y la invocación de Keiko Fujimori a la mayoría legislativa para tramitar con urgencia la mencionada propuesta gubernamental nos revelan que el presidente Vizcarra volvió a ganar largamente en la coyuntura. Al margen de cualquier valoración es un dato objetivo de la realidad. En este contexto y considerando el alto nivel de politización de las reformas mencionadas, ¿el jefe de Estado utilizará su elevada popularidad para promover las reformas de segunda generación que el Perú requiere para seguir creciendo a tasas altas, continuar reduciendo pobreza y expandiendo las clases medias?
Es incuestionable que las reformas políticas que ha promovido el Ejecutivo tienen una alta popularidad porque han representado claras derrotas de un Congreso con alta desaprobación y evidentes sanciones a los errores de Fuerza Popular y sus líderes. Algo parecido sucede con todas las iniciativas para reformar el sistema de justicia. Sin embargo, la tan urgente reforma laboral del país, por ejemplo —necesaria para elevar la productividad y la competitividad de los actores económicos— no parece ser tan popular. La reforma de la legislación laboral es más que urgente. Lo dicen todos los rankings internacionales que miden la competitividad de los países. El Perú tiene una legislación tan costosa para contratar y despedir que, en la práctica, nuestra normatividad laboral se ha convertido en “una declaración de los más amplios derechos” que solo genera informalidad: el 75% de los trabajadores de la población económicamente activa carece de derechos. Quizá un buen signo en el Ejecutivo haya sido el relevo del ex ministro de Trabajo, Christián Sánchez, quien priorizaba su ideología marxista sobre las necesidades del país. Por ejemplo, el Ejecutivo, en la práctica, se opuso a ampliar la Ley de Promoción Agraria —que establece un régimen laboral y tributario especial—, sin la cual no se explicaría el boom agrario de las últimas dos décadas. Pero el Legislativo tampoco hizo nada al respecto.
Por todas estas consideraciones vale preguntarse, ¿se atreverá el presidente Vizcarra a liderar la reforma laboral? Con su popularidad en alza, ¿acaso el Ejecutivo no debería elaborar un proyecto y el propio Jefe de Estado llevarlo personalmente hasta el Congreso, tal como lo acaba de hacer con la iniciativa para reorganizar la Fiscalía? De otro lado, ¿Fuerza Popular actuará más allá de las urgencias judiciales de sus líderes y será capaz de encabezar una agenda de reformas procrecimiento y procompetitividad? La política no puede reducirse a qué acto nos otorga más popularidad o cuál es mi conveniencia inmediata.
Otro ejemplo. En cuanto a las inversiones en infraestructuras la cosa igualmente comienza a ponerse en extremo complicada. Con todos los cuestionamientos a las asociaciones público privadas, por el mal manejo de los gobiernos anteriores, en la práctica el país comienza a regresar a la modalidad de la obra pública, que no es sino el retorno del Estado-empresario. Los cuestionamientos a los peajes y los anuncios del titular de Transportes, Edmer Trujillo, acerca de que las siguientes etapas del Metro de Lima se continuarán mediante obra pública representan señales de ese tipo. ¿Estarán en condiciones el Ejecutivo y el Legislativo de salvar un sistema de inversión en infraestructura que explica la modernización —insuficiente todavía— que ha existido en nuestros puertos, aeropuertos y carreteras, entre otros?
¿A qué vamos? Hay reformas y reformas. Algunas que tienen un alto grado de politización y popularidad y otras que, aparentemente, no tienen los réditos políticos de las primeras; pero que, sin embargo, definen el futuro de un país. Sin el crecimiento económico de las últimas dos décadas sería impensable la continuidad institucional de la democracia peruana, que se expresa en cuatro elecciones sucesivas sin interrupciones. Bueno, ese crecimiento que redujo la pobreza del 60% de la población a solo 20% comienza a agotarse por la falta de una nueva ola de reformas. ¿Por qué extraña razón el Ejecutivo, el Legislativo y los diversos sectores del país no se podrían poner de acuerdo en preservar lo que ha funcionado en el último cuarto de siglo, al margen de la guerra política que parece inevitable?
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