Miguel Rodriguez Sosa

Legado y tensión en la Iglesia católica

Se renueva la disputa entre el ala progresista y el ala conservadora

Legado y tensión en la Iglesia católica
Miguel Rodriguez Sosa
28 de abril del 2025


El deceso del Papa Francisco ha motivado la apertura de diversos espacios de debate a nivel mundial. Es señal indudable de la vitalidad y gravitación de la Iglesia Católica en este tiempo nuestro aparentemente signado por el secularismo, pero en el que han brotado nuevas inquietudes acerca de la fe religiosa como una característica distintiva de los seres humanos. 

Todos los ámbitos de autoridad y de poder han encontrado en el suceso materia para intercambiar juicios de valor respecto de las creencias en la divinidad; ni quienes se proclaman ateos han podido sustraerse a la cuestión, tampoco los que se consideran agnósticos. Una parte de ese debate se ha centrado en el «carisma» pastoral de quien se reconoce como el conductor espiritual de los aproximadamente un billón y medio de creyentes en la fe cristiano católica que existen en el mundo (según fuentes muy autorizadas como el Annuarium Statisticum Ecclesiae 2023 y el Annuario Pontificio 2025).

Hoy en día, es oportuno y necesario valorar el carisma como cualidad considerada extraordinaria y atribuida a una persona dotada de condiciones de liderazgo; noción que apareció tempranamente en el Antiguo Testamento para describir los dones de gracia, belleza y atractivo que permiten superar la diferencia existente entre los humanos que son figuras de poder y los humanos ordinarios, estableciendo un vínculo de comunicación en la relación entre ambos para una comunión de propósitos religiosos de salvación. También el carisma considerado en las epístolas paulinas agregadas al Nuevo Testamento de la Biblia, entendido como una capacidad personal que actúa en el fenómeno del «ágape» que reúne a los creyentes.

En tiempos modernos, a partir del Concilio Vaticano II, iniciado por el Papa Juan XXII en 1962 y culminado tres años después por el Papa Pablo VI, del carisma se establece que es el don del discernimiento apostólico en el ejercicio de la fe en cuanto es organizado por la iglesia para los servicios y funciones que la comunidad cristiano católica necesita para conducir su vida, y en este sentido el carisma autoriza la unidad de los fieles reconociendo su pluralidad asociativa; una forma de autoridad que surge de la ascendencia y que ha encontrado su espacio en la doctrina postconciliar de la «sinodalidad», que es la apertura más reciente y de persistente vigencia de la comunicación de los fieles más allá y por encima de las estructuras organizativas de la propia iglesia.

El carisma, pues, ahora es un fenómeno socio-político en cuyo marco obran la libertad, la creatividad y la responsabilidad personal de los creyentes, y se supone que esos atributos constitutivos son personificados de alguna manera propia y distintiva en la figura del pontífice católico. En este sentido, el carisma muy probablemente se va a revelar como un factor determinante en la elección del nuevo papa.

Es que no se puede omitir que la Iglesia Católica es asimismo una entidad socio-política y que su organización opera como una agencia de autoridad moral que se quiere trascendente al cambio de los tiempos, pero, a la vez, opera como una agencia de poder que compromete intereses políticos y sociales en el ámbito global, y cuyas resoluciones (o sus omisiones) son extremadamente gravitantes en el escenario mundial. En sus 2.000 años de existencia la Iglesia Católica ha sabido sobrevivir remontando con el ejercicio del carisma atribuido al Papa una sucesión de crisis en la cristiandad y avatares en la historia, y lo ha conseguido en buena cuenta debido a un pragmatismo político fluido en función de las corrientes de la época y actuando con éxito frente a otros poderes también políticos.

En este sentido, el poder y la autoridad del pontífice católico muestran continuidades y cambios asegurando esa permanencia; los carismas de los sucesivos pontífices ofrecen una visión de ese rol suyo y el recientemente fallecido Papa Francisco no ha sido una excepción. Supo actuar desde una mirada «progresista» tratando de consolidar un curso de cambio de la grey que conducía y tuvo en eso aciertos y desaciertos que ahora deben ser ponderados con objetividad.

Entre sus aciertos cabe señalar su voluntad de actuar tratando de «sacar a la iglesia de sí misma» y orientar la labor pastoral de su organización hacia lo que Francisco llamó «las periferias», que no eran sólo geográficas (así, extendió su autoridad en Asia y África) sino también existenciales en los terrenos de la marginalidad y de la exclusión social, acentuando la sinodalidad, una práctica que se propone extender las decisiones del catolicismo más allá de la voz de sus pastores eclesiales, hacia un mundo con la mayor amplitud de interlocutores, que incluye a los laicos católicos. El movimiento por la sinodalidad, todavía poco analizado, aspira a un cambio profundo en la Iglesia Católica, que rebasa a sus jerarquías y quiere encaminar al «Pueblo de Dios» en la senda del peregrino y misionero en diversas formas de comunión católica, no sólo para las propias de órdenes religiosas, sino en asociaciones y movimientos laicales que amplíen los mecanismos de la escucha y del discernimiento en las dimensiones de comunión, participación y misión evangelizadora.

Esta visión del papa Francisco, constitutiva de su carisma personal, me parece virtuosa en sí misma. Pero en su desarrollo ha adquirido elementos ideológicos que le restan consistencia, como el de haber adoptado en buena parte la globalista Agenda 2030 y ciertos aspectos del relato woke, más haber impulsado un reconocimiento de supuestos valores de la pobreza como si no fuese carencial y anti-humana en sí misma, haciéndola pasar como una virtud distintiva de la superioridad moral, alineada con esa «opción preferencial por los pobres» que ha distinguido a la llamada Teología de la Liberación.

Otro acierto del Papa Francisco ha sido el de combatir las falsas vestiduras cristianas y católicas de organizaciones perversas como el Sodalicio de Vida Cristiana, verdaderas estructuras criminales de poder. Pero en este aspecto Francisco parece haber caído en la desorientación al perseguir dentro de la iglesia a más de una decena de entidades ordinales, todas ellas conservadoras, mientras con presbicia omitió a entidades también ordinales que han desvirtuado el mensaje cristiano con postulados marxistas e ideas posmodernas que aplican en sus magisterios.

Entre sus desaciertos más marcados se observan en el Papa Francisco su renuencia a llevar a la acción sus ideas de justicia respecto de los desafueros de su propio entorno institucional. Como en el caso del silencio papal el año 2019 y sucesivos ante las imputaciones que remecieron al Estado Vaticano respecto de los trasiegos delictivos acontecidos por décadas en el Istituto per le Opere di Religione (Instituto para las Obras de Religión, IOR), fundado por Pio XII en 1942 en plena segunda guerra mundial, cuando tanta oportunidad e interés había respecto de la protección de fortunas generadas por el saqueo nazi de Europa; un nombre piadoso para lo que era y es el banco del Vaticano controlado por la alta jerarquía de la Iglesia Católica. En 2023 el pontífice Francisco reiteró que el propósito del IOR es el de «protección y administración de los bienes transferidos o confiados al Instituto por personas físicas o jurídicas, y destinadas a obras de religión o caridad», asumiendo que es por eso un dechado de virtud cristiana, lo que está cabalmente desmentido por sucesivos escándalos financieros que conectan al banco con poderes criminales, incluso de la Mafia, y por las reiteradas denuncias burdamente descalificadas desde el Vaticano, de que el IOR guarda fortunas mal habidas, entre ellas, de Nicolás Maduro, el tirano venezolano.

En relación con esto último hay que referirse a la inclinación del Papa Francisco –y este es otro grave desacierto de su pontificado– a relacionarse con dictadores oprobiosos vestidos con los raídos trapos del socialismo; en América con Maduro y los cubanos Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel; su silencio frente a la satrapía anti-católica de Daniel Ortega en Nicaragua y, en otras latitudes, su notoria resistencia a condenar enfáticamente al grupo terrorista islámico Hamas de Palestina, o su feble intervención pastoral frente a la persecución de cristianos en África y el oriente medio, como ante el avance de la islamización anti-cristiana en Europa.

Con sus luces y sus sombras, el Papa Francisco no pasará a la historia con la estatura de algunos de sus predecesores modernos, como Juan XXIII y Juan Pablo II. Pero el papado probablemente continuará y la cuestión ahora es analizar si el proceso de la sucesión involucra acentuar las continuidades o los cambios operados en los 12 años de su pontificado.

Quienes ya están edificando la hagiografía de Francisco enfrentan el desafío de comprender si el próximo obispo de Roma y máximo pastor de los católicos seguirá la senda trazada por su predecesor en un contexto marcado por el decaimiento del progresismo y el renacer de los conservadurismos soberanistas y adversarios del globalismo multiculturalista al que él adhirió. Pues conviene tener en cuenta que el fallecido pontífice era sacerdote jesuita, el primero de la orden en alcanzar el trono de San Pedro y quien, ciertamente, no se sustrajo a la impronta del jesuitismo, ese discurso del disimulo que es tan distintivo. En este sentido, cabe señalar que Francisco ha sido un artífice de poder en la Iglesia Católica, actuando con el propósito de asegurar la continuidad de su legado en la persona de quien sea su sucesor. Para eso se precavió de nombrar a una amplia mayoría de los cardenales que tendrán derecho al voto en el inminente Cónclave a efectuarse en el Vaticano. Es así que designó a 108 de los 135 cardenales con esa atribución (porque todos deben tener menos de 80 años para ejercer el voto), mientras que sólo 27 fueron nombrados por sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Obviamente, Francisco esperaba, como de seguro sus seguidores en el Cónclave, obtener la mayoría que les permita designar al nuevo pontífice que continúe la senda del anterior.

Tal situación parece augurar un nuevo período de gestión de la Iglesia Católica bajo el imperio del progresismo, pero hay factores que pueden contrariar este pronóstico. De hecho, la elección de Jorge Bergoglio como Papa Francisco fue el resultado de un vuelco en la orientación del pontificado bajo Juan Pablo II, que de cierta manera continuó Benedicto XVI con mayor apoyo en la tradición que en la renovación. Entonces, no habría de sorprender que a Francisco lo suceda un papa más bien conservador que progresista. Si bien cabe reconocer que Francisco, fiel a la práctica jesuítica, ha dejado el asunto de su sucesión «atado y bien atado», no se puede descartar un resultado que no concilie con la previsión de continuidad y entre los cardenales «papables» más mencionados se encuentran notorias figuras conservadoras defensoras de la tradición y que son arduas críticas de las reformas emprendidas durante los últimos 12 años, a más de cuestionar crudamente las debilidades del razonamiento de encíclicas de Francisco. 

Puede ocurrir sin embargo que la corriente de cardenales que inicialmente respaldarían un tradicionalista tal vez opte por apoyar finalmente a una figura conciliadora entre el ala progresista y el ala conservadora, un cardenal que haya destacado como sagaz representante de la realpolitik vaticana en el ambiente mundial. Es que, como siempre ocurre, la elección del nuevo papa procederá en el secreto de las negociaciones que se produzcan entre las distintas tendencias de los cardenales y sus orientaciones favorables a la continuidad o al cambio en la tarea pontificia.

Como sea, el próximo pontífice conducirá la Iglesia en una tensión que puede acentuarse con disidencias cada vez más manifiestas en temas como abusos sexuales disimulados y protegidos, la deriva de la corrupción de la curia y su reforma, el papel de la mujer en las jerarquías eclesiásticas, el renacimiento activista de comunidades católicas tradicionalistas en Europa, el crecimiento desbordante de comunidades católicas en Asia y África, el diálogo interreligioso y la que, de manera inevitable, va a ser la confrontación con el Islam yihadista crecientemente hostil al cristianismo.

Miguel Rodriguez Sosa
28 de abril del 2025

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