Cecilia Bákula
El papa ha fallecido, la Iglesia está viva
Es ardua la tarea que le espera al nuevo Papa

Cuando la cristiandad se despertaba de la alegría pascual, porque habíamos celebrado la Resurrección, fiesta central de nuestra fe por el triunfo de Cristo sobre la muerte, recibimos la noticia de que el Papa Francisco había fallecido en la mañana del lunes de la Octava de Pascua.
Con un esfuerzo que parecía superarlo, el día anterior, domingo de Pascua, se le vio en el balcón de la basílica de san Pedro, impartiendo la bendición urbi et orbi; es decir, que su bendición, partiendo de Roma, se extendía a toda la tierra. Desde hace muchos años los visitantes de Roma esperan ese momento con especial interés, y no se sabía si el pontífice iba a ser visto, pues las celebraciones litúrgicas durante el Triduo Pascual, habían estado presididas por otros celebrantes. Francisco estaba superando una dura convalecencia luego de más de un mes de hospitalización, pero no se podía uno imaginar, por más de lo “desencajado” que se le pudo ver ese día, que estábamos asistiendo a su penúltima última aparición pública pues luego de ello, como quien se despide del público y de la Plaza de san Pedro, le agradeció a su enfermero, Massimiliano Strappetti, ese regalo.
Como católica, me corresponde orar por su alma pues esa es una obligación cristiana de todos. Al margen de ello, no puedo dejar de sorprenderme por la cantidad de información, datos, noticias, memes, videos y panegíricos que se han levantado y difundido y me parece, que ello pudiera llevar a una visión más mundana que espiritual de la muerte de un Sumo Pontífice. Lo hemos visto en imágenes hechas con cariño en donde se le ve gozando del cielo, nuestra meta última y en tiernas imágenes que refieren la compañía de la Virgen y de múltiples santos a los que, por fe y porque así lo ha declarado la Iglesia, gozan ya de la visión beatífica de Dios. Quizá nos falta un poco de información respecto a las “Novísimas” o postrimerías de que nos habla el catecismo refiriéndose a las etapas o momentos del ser humano y que son la muerte misma, el juicio particular y las consecuencias de éste.
Deseo que el Pontífice que nos ha dejado haya alcanzado la meta de la que habla san Pablo y me gustaría expresar que ese es el deseo evidente de Cristo y la razón de su sacrificio redentor, pero lo que no se puede, mejor dicho, no se debe hacer, creo, es generar mucho de desinformación ante lo que, pudiéndose desear, no está en el ámbito de los mortales señalar, siendo ello competencia exclusiva de Dios.
A su muerte, se ha producido lo que se denomina la “Sede vacante” que ha de concluir con la elección del próximo Papa, el nuevo vicario de Cristo y sucesor de san Pedro. Y sobre esa futura decisión, se han elevado las voces de muchos “opinólogos” y se ha desatado una especie de ciencia vaticanista pues hay muchos que hacen análisis político - terrenales de cómo se desenvolverá el próximo Cónclave. Quizá la característica discreción de Roma y el necesario secreto que encierra los pormenores de la elección del Pontífice, despiertan todo tipo de ideas, propuestas, sugerencias y casi diríamos una especie de apuesta para poder vaticinar el futuro. Lo cierto es que desde 1492, cuando se realizó el primero de los Cónclaves, la elección no busca designar ni al más popular, ni al más mediático, ni al más humanamente sabio, sino permitir que sea la inspiración del espíritu Santo, la que lleve a la mejor decisión cardenalicia.
La elección del nuevo pontífice está rodeada de misterio y secreto y, sobre todo, debe producirse en un ambiente de recogimiento y mística. La responsabilidad de los 138 cardenales que podrán emitir su voto en esta oportunidad, los enfrenta a su conciencia y de su actuar, darán, sin duda alguna, cuenta a Dios. El Cónclave comenzará en los próximos días, al inicio de mayo y las sesiones se inician cuando se pronuncia la frase “extra omnes” que significa que todos los que nos son cardenales electores, quedan fuera del proceso y de los recintos designados, que quedan de uso estricto de los purpurados. El término cónclave se refiere a que los electores quedarán encerrados, casi literalmente “con llave” y estarán marginados de contacto con el exterior para que su decisión sea tomada frente a Dios y la historia de la salvación y ello, bajo pena de excomunión.
A lo largo de la historia, el proceso ha tenido algunas modificaciones; este Cónclave se regirá por las normas que quedaron establecidas en la Constitución Apostólica Universi Dominici que fue promulgada por san Juan Pablo II en 1996. Allí, entre otros detalles se señala el proceso de votación y el que el elegido debe haber obtenido no menos de dos tercios de los votos de los asistentes. Para evitar un proceso en exceso largo, Benedicto XVI agregó una pauta de eficiencia señalando que, si luego de un número determinado de votaciones no se hubiera alcanzado la mayoría necesaria, se elegirá entre aquellos dos que obtuvieron mayoría de votos. Todos los detalles del proceso y las incidencias que pudiera haber quedarán siempre en el secreto y no nos corresponde saber lo sucedido al interior de la Capilla Sixtina.
Es fundamental entender que el Papa es el sucesor directo de Pedro, quien fue constituido como cabeza de la Iglesia por el mismo Cristo (Mt. 16:18) y la responsabilidad del elegido, lejos de centrarse en la administración de la Santa Sede, debe ser entendida como la obligación de conducir al pueblo de Dios, a la Iglesia militante que es el cuerpo místico de Cristo, para que camine por las sendas que conducen a la salvación y que se contienen en la Palabra de Dios y todo lo que se entiende como verdad revelada que comprende la tradición, el legado de los padres apostólicos, la liturgia y la historia, a lo que se denomina el “Depósito de la fe” que es la sustancia de la cristiandad. Esa es la principal responsabilidad del Pontífice y luego, vendrán otras como ser Obispo de Roma y muchas más.
No se trata de un jefe político; no es dueño de la Iglesia y sí debe conducirla al fin para el que fue creada. Esto no significa que carezca de la obligación de tomar las acciones que deba para obtener ese fin, pero la misión del Pontífice es principal y fundamentalmente, ser el Vicario de Cristo y, en los tiempos en los que le toque actuar, llevar el mensaje fundacional, único y verdadero. Es evidente que deberá, muchas veces, actuar en concordancia con las necesidades y realidades del mundo pero ello, en ningún caso, implica el que esas acciones puedan estar alejadas de la comprensión del mundo fuera del mensaje de Cristo y el amparo del depósito de la fe. La Iglesia no necesita un ideólogo, ni un político, ni un sabio, ni siquiera de un santo. Será el Espíritu Santo el que determine cuál es el perfil humano de quien será elegido y le dará la sabiduría para actuar en cada momento y la fortaleza requerida para cargar el peso de tremenda responsabilidad, realizándola con apego a los valores sustantivos de la fe.
Recordemos que nuestra Iglesia es una, santa y católica, lo que significa que el Pontífice debe preservar y propender a mantener la unidad de esta institución conformada por todos los fieles, incluyendo los presbíteros y todos los que de múltiples formas han entregado su vida a Dios, sin importar el rango que pudieran ostentar. Es santa, no porque sus miembros lo sean, sino porque su fundador, Cristo, lo es y por excelencia. Es católica porque está llamada a convocar, servir y mantener la fe de todos los seres humanos y todo ello en el sentido de su misión escatológica.
Es ardua la tarea que le espera al nuevo Papa y cumplirla no estará exenta de dolor, persecución ni sufrimiento pues cargará con una cruz que, sin el auxilio de la fe, de nuestras oraciones, de la buena conducta de los fieles y, sobre todo sin la ayuda de Dios mismo, puede ser realmente excesiva e imposible. Pero recordemos que Él lo ha garantizado al decir: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28:20) y por ello debemos recordar y rogar para que el nuevo Papa no olvide jamás ni su misión ni que Cristo dijo “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”: el que está en mí, y Yo en él, dará mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer” (Jn 15:5).
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