Uno de los efectos más devastadores de la derogatoria d...
Hablar de conectividad en el Perú es hablar de desigualdad. En pleno siglo XXI, más de 20,000 centros poblados siguen desconectados del mundo digital. Esto no es solo una estadística: es una barrera diaria para el acceso a educación, salud, servicios públicos y oportunidades económicas. El país enfrenta una disyuntiva histórica: continuar dependiendo de servicios satelitales alquilados, costosos y fragmentados, o dar el salto hacia la soberanía digital con un satélite de comunicaciones propio. El impacto sería profundo, especialmente para quienes han sido sistemáticamente marginados de la revolución digital.
La conectividad no es solo un asunto de infraestructura, sino de justicia social. En la Amazonía, en las punas altoandinas y en las comunidades fronterizas, la ausencia de internet no solo aísla a las personas: las empobrece. Una economía moderna no puede florecer si una quinta parte de su población está desconectada del conocimiento, el comercio y los servicios. Un satélite de comunicaciones propio permitiría cubrir estas brechas y brindar acceso estable y asequible donde hoy las redes terrestres no llegan.
Además del impacto social, están los beneficios económicos. Tener un satélite en operación reduciría considerablemente el gasto del Estado, que actualmente paga precios exorbitantes por servicios deficientes, en muchos casos con tarifas que multiplican por diez las disponibles en zonas urbanas. Pero lo más relevante es que se abriría la puerta a nuevos modelos de negocio: el Estado podría revender capacidad a operadores privados, estimular la competencia, fomentar emprendimientos digitales en regiones aisladas y atraer inversiones en sectores que hoy evitan estas zonas por falta de conectividad básica.
No se trata solo de ahorro fiscal, sino de activar economías locales dormidas. Una comunidad con internet puede integrarse al comercio electrónico, ofrecer servicios turísticos, participar en ferias virtuales, capacitarse en línea y acceder a información de mercado. Lo que antes era una economía de subsistencia puede transformarse en un ecosistema digital dinámico. El satélite se convierte así en un multiplicador de oportunidades para los emprendedores rurales.
La salud también daría un salto. Con acceso garantizado a la red, los centros de salud en zonas remotas podrían implementar telemedicina, coordinar traslados de emergencia, recibir capacitaciones médicas y acceder a historias clínicas digitales. En regiones donde el traslado más cercano a un hospital puede tomar horas —o incluso días—, esto puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Además, un satélite permitiría una transformación profunda del Estado. Hoy, menos de 50 instituciones públicas usan servicios satelitales, a pesar de que hay más de 2,000 entidades en todo el país. Esto revela un sistema ineficiente, desarticulado y caro. Con una plataforma nacional, se podría asegurar conectividad a todas las oficinas del Estado, permitir trámites digitales, mejorar la atención al ciudadano y hacer más transparente la gestión pública. Se avanzaría hacia un gobierno sin papeles, sin colas y sin corrupción.
Los obstáculos ya no son técnicos ni financieros. Hoy, el costo de un satélite de alto rendimiento es razonable frente al gasto anual que el Estado ya realiza en servicios fragmentados. La tecnología está disponible y existen experiencias exitosas en la región. Brasil, Argentina y México ya han optado por este camino, con resultados que fortalecen tanto su estructura digital como su presencia regional.
Seguir postergando esta decisión solo perpetúa la desigualdad. Un satélite de comunicaciones propio no es una meta futurista, es una herramienta urgente para cerrar la brecha entre quienes tienen acceso al mundo y quienes apenas aparecen en el mapa. Es una inversión con retorno garantizado: más educación, mejor salud, economías locales activas y un Estado más eficiente.
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