Eduardo Zapata
Sin fines de lucro (y sin hipocresías)
La empresa privada debe intervenir en la educación

Resulta revelador que cuando se habla de la salud y del derecho a la vida subyacente, nadie objete la existencia de empresas que lucran con su trabajo de investigación, producción y mercadeo. Pero cuando se habla del derecho a la educación, hay muchos que objetan directa y reactivamente la existencia de empresas que invierten en la generación de un producto educativo por el cual tienen lógicas expectativas de lucro.
Tal vez por su origen evangelizador en nuestras tierras, educar se asoció a ello y –así como se habla de vocación sacerdotal– la enseñanza se asoció semánticamente al ejercicio de un ´apostolado´. Para enseñar se requería, entonces, una vocación (por añadidura apostólica). Como si para la opción por otras carreras no se requiriese vocación. De hecho en un test de frecuencia léxica, la palabra vocación aparece largamente más asociada a la enseñanza –¡en un 70%!– que a otros quehaceres. ¿Revelador, no?
Como se trataba entonces de un apostolado, la retribución económica del profesor fue apenas una suerte de pago simbólico o de propina. A fin de cuentas la educación era un bien supremo y como tal inconmensurable y por tanto no cuantificable. De donde hablar de dinero y lucro en la educación resultaba pecaminoso.
Convenientemente, derechas e izquierdas perpetuaron el rasgo semántico del ´apostolado´. Los profesores suelen ganar menos que en otras profesiones. Pues lo son por ´vocación´. He allí que la palabra lucro, etimológicamente vinculada no solo a beneficio o ganancia sino también a logro, se redujo a las dos primeras categorías y se volvió herética.
Y las izquierdas aprovecharon esta concepción para reclamar reivindicaciones salariales. Siempre mínimas, en verdad; como expresión tal vez de adherir inconscientemente a la reverberación semántica del quehacer docente tal como se ha esbozado. O, quizás, porque el reclamo dirigencial no era realmente por el salario sino por asuntos políticos.
Vamos. Más allá de orígenes, recordemos que vivimos en sociedades profanas y libres, en las que la educación puede estar vinculada a las palabras dinero y lucro. Lo que no obvia, claro está, una oferta educativa estatal de primera calidad.
La buena educación y la cobertura educativa presuponen gastos e inversiones. Y si el Estado no puede cumplir con ello, la empresa privada debe intervenir, no solo para garantizar una oferta capaz de brindar oportunidades para todos, sino para generar competencia. La educación pública será mejor cuanto mejor sea la educación privada, y esta se verá obligada a serlo si –como debe ser– la oferta pública es de alta calidad.
Tal vez, y para terminar, deberíamos dejar atrás la hipocresía de muchas instituciones que se dicen sin fines de lucro porque no reparten formalmente utilidades, pero las distribuyen selectiva e indirectamente entre quienes las dirigen y sus allegados.
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