Raúl Mendoza Cánepa
¿Permiso para creer?
Una minoría que no tiene fe religiosa, y que odia al que la tiene

Uno de los rasgos del candidato que corre hacia arriba en las encuestas, Rafael López Aliaga, es su catolicismo. Y lo es en un país de tradición católica de cinco siglos y de expansión evangélica en el siglo XX; uno que los intelectuales e influencers que se burlan de la fe parecen no haber explorado.
Cuando López Aliaga dice estar enamorado de la Virgen María lo dice en un sentido platónico: el amor del ideal materno y protector que ofrece la devoción mariana, que supera al enamoramiento terreno por su pureza espiritual. Cuando el candidato confiesa que se mortifica, nos está contando cómo manifiesta su fe, supuestamente en un país que reconoce la libertad de pensamiento y de culto, que es creencia y manifestación a la vez. Cuando optó por el celibato, decidió dentro de los márgenes de su propia libertad, como lo hacen todos.
Quizás a los que se mofan les convendría leer La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis para que sepan lo que es preferir lo ultraterreno a lo mundano, lo que supone estar por encima del goce y el llamado ascético de la renuncia libre. La mortificación no es masoquismo, como sí lo puede ser en la carne de un ateo que entiende el sufrimiento como un placer y no como lo que representa en un católico practicante: la solidaridad con Jesús sufriendo en la cruz. Es legítimo desde la fe católica que se asuma que la santidad es un llamado que está allí para quien quiera tomarlo. En el Opus Dei, ya que estamos en el tema de un candidato que asume su fe y es miembro, la santidad también se alcanza por el trabajo, por el servicio, por lo que se da ¿Puede ser concebible la intolerancia frente a esa opción y la tolerancia muda cuando se queman templos o se invita al caos?
Lo preocupante es que pocos son hoy los que se atreven a confesarse cristianos. Como eco del cristianismo primigenio de las catacumbas, se fabrican enemigos y persecutores; y lo que es peor, enemigos entre los amigos. Por tal, quizás muchos prefieran ocultar su fe para no ser víctimas de bullying o de odios insospechados ¿Qué república es esa en la que se teme decir lo que se cree? ¿Por qué se debe quedar bien con todos? ¿Por qué tendría que esconder mi práctica y mi fe? Decir que uno se mortifica por solidaridad con Cristo, en su compromiso de salvar almas, no debería ser un problema para nadie. De seguro muchos candidatos y lectores tienen una vida íntima espiritual o no tan espiritual, y tienen derecho de tenerla, tanto como de confesarla o callarla.
Lo que avergüenza es la intolerancia de las redes, que el viernes hicieron de la Virgen María un trending topic, despachándose con blasfemias, memes, insultos y mofas. Sí, porque dentro del mayoritario Perú católico y evangélico, hay una minoría que no cree y odia al que cree y que se cree mayoría. Lo que es peor, que no cree y ofende; lo que es peor aún, que pontifica sobre la tolerancia, pero lincha y se ríe del otro. Todas las procesiones juntas en el Perú, todas las misas y las confesiones (como la del FREPAP, por decir una de tantas) superan en muchos miles de veces la agitación social de noviembre y todas aquellas que solo sirven para mirar el Perú desde la Plaza San Martín, el nuevo ombligo del mundo.
Si quieren rebatir la fe, debatamos en una plataforma de ideas. Una que deje de lado los emojis idiotas y la furia que les nace del intestino grueso, porque la humanidad no les alcanza para el corazón y la cabeza.
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