Antonio Pereira
Los mínimos previos del cristianismo en riesgo: La libertad
¿Podemos educar libremente a nuestros hijos?
“La libertad, Sancho es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida”.
Sin libertad no se puede merecer premio ni castigo eternos. Y concretamente sin unas mínimas libertades personales, malamente florecerá el cristianismo. Pero don Quijote, aunque da una auténtica clase a Sancho, no tenía libertad constitucional alguna. En cambio era libre de ir y venir, de ser dejado en paz en su casa y con sus cosas; tenía muchas libertades personales «de diario», justo las que hoy disminuyen a ojos vistas.
La tecnología actual facilita controlarnos y tiende a secar la libertad en la raíz, aunque, por supuesto, aporta también muchas cosas buenas. Pero nos fuerza a hacer todo sólo de una manera. Y ya nada es espontáneo, ni los juegos infantiles de la calle, que casi no hay. Lo digital, antes promesa de libertad —en ciertos momentos y aspectos lo ha sido— ha hecho al poder más implacable. Aunque también ha dado altavoces a posturas cristianas, con los resultados hoy visibles (la vida real es así de compleja).
El cristianismo debería defender con uñas y dientes las libertades de don Quijote (y otras, huelga decirlo). Lo que puede esclavizar al hombre no es sólo la falta de libertades específicamente políticas, como no elegir al presidente (aunque eso sea muy malo), sino la falta de libertad cotidiana, más la carencia de espacios inviolables al poder: “debajo de mi manto, al rey mato” (Sancho), “my castle, my rules”. Hoy nos regulan la vida debajo del manto y hasta en nuestras cabezas, justo donde radicaba la primera libertad de don Quijote. Nuestros deseos y pensamientos son implantados y estimulados; nuestras mentes están formateadas para aceptar toda regulación imaginable (y la UE tiene mucha imaginación). Se asalta el lenguaje (lo último: no decir «cáncer»). Asalto a las palabras, asalto al cerebro, «servidumbre voluntaria».
Las libertades políticas, en España, en la práctica, son pocas. ¿Qué libertad tenemos para hacer lo que deseemos contra el Estado, su ley y su policía? Concretando derechos constitucionales, ¿cuántos podemos ejercer fácilmente? ¿Podemos manifestarnos sin miedo a serias sanciones, hasta por insultar a la policía? ¿Podemos educar libremente a nuestros hijos? Si los educa el estado, no hay libertad; no nos engañemos (por ser fuente de desigualdades no injustas, al estado, en el fondo, la familia le molesta; otro punto ni cristiano ni humano).
Esclavos, sin duda, no somos. Pero este país sugiere un gigantesco establecimiento con enormes espacios libres pero con vigilancia, controles y mucho tittytainment. O como la caverna de Platón, o como la gran simulación de Matrix. Salvo en la tecnología, que no podía prever, el genial Tocqueville acertó.
Con todo, entre esclavitud y plena ciudadanía, hay grados; don Quijote era un hidalgo libérrimo pero no un ciudadano. Ahora bien, sus libertades no eran proyecciones de caverna platónica. Su mente no conocía la servidumbre voluntaria. Sin una base de libertades personales, las libertades políticas serían una carcasa medio vacía, buena para “hombres huecos” (Eliot); o bien sería como ponerse joyas sin paños menores.
La escasez de ambas libertades, personales y políticas, resulta, a veces, incómoda para los católicos (y otros). Pudo verse durante la pandemia pero también, a diario, en educación, familia y otras materias, culminando en el totalitario registro de médicos objetores de conciencia. Aparte de que la conciencia no es registrable, ¿es que para el gobierno no hay líneas rojas ni las conciencias?
Si tuviéramos mucha libertad cotidiana y poca libertad política, la actuación libre sería estadísticamente la regla, pues uno ejerce las libertades concretas a diario. Si diéramos la vuelta al guante, estadísticamente la falta de libertad sería la regla y la libertad, la excepción, a practicar en ciertas ocasiones políticas —uno no elige presidente a diario—, importantísimas, pero por suerte no cotidianas. En las democracias anglosajonas clásicas había mucha libertad personal y mucha libertad política; ambas; hasta hace 30 o 40 años, se notaba nada más bajar del avión. Aquí, hoy, tenemos decrecientes libertades políticas y muchas no políticas... en sexo, consumo o viajes; o sea, las que parecen bien a este estado-niñera. ¿Y si España perdió las libertades micro pero nunca alcanzó las macro?
Así que las libertades reales practicables ya no cumplen los mínimos básicos para un católico en España (y parte de Occidente), ni aún encerrándonos en la catacumba y sin dar problemas. Ni ahí nos dejarían en paz. Curiosamente, España tampoco cumple los mínimos básicos de una democracia liberal que no sea sólo formal; cada día, menos. ¿Y si hubiera llegado a ser un estado poco cómodo para los católicos, sin haber llegado a ser realmente democrático? ¿Y si la cruda realidad fuera que España nunca ha sido políticamente libre, ni lo es ahora, ni tal vez, por el camino que va, lo sea nunca? Ya no da los mínimos previos del cristianismo, porque se los ha cargado, pero tampoco los de una democracia liberal y constitucional, porque nunca lo ha sido. Y lo que es peor, está puntuando más bajo en alegría y sentido del humor.
















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