Maria del Pilar Tello
La justicia sostiene a la democracia
Vizcarra no cayó por un complot político: cayó porque la verdad lo alcanzó
La condena a Martín Vizcarra a 14 años de prisión tiene mucho de simbólico para la moral política. Lo que está en juego es la credibilidad de un sistema democrático que ha sido traicionado una y otra vez por quienes llegaron al poder prometiendo salvar al Perú, pero terminaron hundiéndolo más.
Con Vizcarra ya son cuatro los expresidentes recluidos en la prisión de Barbadillo: Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo. Y antes Alberto Fujimori, liberado por un indulto humanitario que quiso convertir en plataforma política. Es un escenario doloroso: ¿qué clase de país encierra a casi todos sus líderes más recientes? ¿Somos una democracia fallida o, por el contrario, una democracia que se defiende?
En América Latina, donde la impunidad se amarra al poder de turno, este fenómeno peruano es extraordinario. Aquí, la justicia toca la puerta de los más altos cargos con claridad que incomoda a muchos. Es dramático, sí. Es vergonzoso, también. Pero es, sobre todo, una señal de fortaleza institucional. Porque la democracia no se mide por cuántos presidentes son encarcelados , sino por la capacidad de sancionar aun a los presidentes cuando traicionan al país.
La juventud peruana mira la política con desconfianza frente a quienes la toman como botín y como farsa. Y tienen razones para ello. La captura del Estado por redes mafiosas, el reparto de cargos, la manipulación del aparato público y la erosión constante de la ética han herido profundamente la fe en lo público. Pero esta sentencia permite reconstruir la idea imperativa de que el poder es un mandato y no un privilegio. Que la política no está destinada a los corruptos.
Lo que la juventud debe ver es la enseñanza de la responsabilidad. Vizcarra se enfrentará todavía a procesos pendientes por decisiones tomadas durante la pandemia y por la disolución del Congreso que concentró el poder en su propia figura. La justicia avanza para que ninguna arbitrariedad quede fuera de sanción. El mensaje es claro: en el Perú, el que roba o abusa del poder puede terminar en prisión, incluso si fue aplaudido masivamente en algún momento. Eso, en términos democráticos, es una victoria inmensa.
Enfrentamos mafias políticas y económicas, las redes de tráfico de influencias, la delincuencia organizada que penetra instituciones y territorios, son amenazas que no desaparecen porque un expresidente esté en una celda. El Perú convive con enemigos internos que, desde las sombras, administran negocios ilícitos, extorsionan, corrompen, y buscan convertir al Estado en un socio más. Esta es la batalla que no podemos perder.
Castigar a los responsables es una parte esencial de la respuesta, pero la otra parte es construir un país donde la corrupción no tenga espacio para reproducirse. Donde la juventud entienda que servir al Perú vale la pena, que la política puede ser un camino honorable y que la ética pública no es una ilusión sino un deber.
Vizcarra no cayó por un complot político: cayó porque la verdad terminó alcanzándolo. Esa es la lección. Ningún poder es invencible si la ciudadanía se mantiene vigilante y si las instituciones no renuncian a su función. El Perú está diciendo hoy algo de enorme valor:
no queremos más salvadores de la patria que terminan destruyéndola.
Queremos líderes que nos representen en lugar de aprovecharse de nosotros. Que lo escuchen los candidatos que piden el voto. Si piensan en el botín pueden terminar tras las rejas. Queremos un Estado que nos proteja, no que nos robe. Una democracia que respire justicia, no cinismo. No hay venganza: hay esperanza de que las heridas se cierren con verdad. De que la política vuelva a ser servicio. De dar a la juventud espacios saneados. Y de que el Perú vuelva a confiar en sí mismo.
















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