Maria del Pilar Tello
El Perú en guerra
Una guerra interna que el Estado no quiere ver

El Perú vive una guerra que no puede seguir negando. En los últimos días, dos hechos revelaron una verdad alarmante: el crimen se ha vuelto una fuerza estructurada, expansiva y sin fronteras. El ataque armado contra la reconocida agrupación de cumbia Agua Marina durante un espectáculo en el Círculo Militar de Chorrillos —un espacio que representa la autoridad y la seguridad institucional— y la emboscada sufrida en Puno por Phillips Butters, candidato presidencial y conocido periodista, agredido dentro de una emisora radial y salvado por la intervención policial, muestran que la violencia ya no distingue escenarios ni sectores. El crimen se ha instalado en el corazón de la vida social y política del país.
Estos no son hechos aislados. Son síntomas de un proceso que ha ido erosionando la capacidad del Estado para controlar su territorio, proteger a los ciudadanos y asegurar el orden. La delincuencia organizada logra lo que parecía impensable: convertirse en un Estado dentro del Estado, con sus propias normas, economías, jerarquías y estrategias de expansión.
No se oculta; se exhibe. Y lo más grave es que el Estado actúa como si no advirtiera su dimensión. La respuesta institucional continúa siendo fragmentada, episódica y simbólica. Se anuncian operativos que comienzan en la mañana y se diluyen al mediodía. Se ofrecen declaraciones que prometen firmeza y terminan en nada.
No hay estrategia integral, ni continuidad, ni coordinación entre los poderes públicos. El crimen, en cambio, no descansa, no se dispersa y no improvisa. Mientras el Estado se divide entre competencias burocráticas, las organizaciones criminales diversifican sus actividades: controlan el transporte, el comercio formal e informal, los mercados, la minería ilegal, el tráfico de tierras y, ahora, la política, donde financian campañas, manipulan territorios y amedrentan candidatos.
Esta asimetría es letal. Mientras la criminalidad piensa estratégicamente, el Estado solo reacciona. Las fuerzas del orden carecen de respaldo político sostenido; la inteligencia policial y militar trabaja sin integración; el Poder Judicial enfrenta amenazas, infiltraciones y sobrecarga. Cada institución enfrenta su propio frente, sin que nadie trace una visión unificadora del problema. Y esa falta de convergencia es lo que más conviene al crimen: un enemigo disperso, desarticulado y predecible.
La criminalidad peruana ya no puede entenderse como simple “inseguridad ciudadana”. Estamos en una guerra no convencional, con estructuras económicas propias, capacidad de reclutamiento, vínculos internacionales y presencia territorial. No busca conquistar el poder político formal: busca coexistir con él, parasitarlo y condicionarlo. El crimen organizado ha aprendido a moverse dentro de la democracia, a usar sus grietas y a convivir con la corrupción. Por eso su avance es silencioso y sostenido.
Frente a ello, el país necesita una política de Estado, no de gobierno, que involucre todos los niveles: el económico, el político, el judicial, el social y el militar. Se requiere inteligencia estratégica, articulación interinstitucional y decisión política. Las Fuerzas Armadas deben integrarse en operaciones de control territorial y fronterizo, sin militarizar la vida civil, garantizando soberanía interna.
El Ministerio Público y el Poder Judicial deben coordinar con el Ejecutivo y la Policía Nacional en un sistema de respuesta rápida, con inteligencia financiera, digital y territorial. Y, sobre todo, debe convocarse a la ciudadanía, los medios de comunicación y las universidades para un frente común contra la normalización del miedo.
Nos toca pasar del Estado reactivo al Estado estratégico. La gran tragedia es que el Estado reacciona sin planificar y actúa sin aprender. La criminalidad no se combate con retórica ni con patrullajes simbólicos: se enfrenta con conocimiento, información y coordinación. La violencia no se erradica con medidas populistas; necesitamos políticas sostenidas que desmantelen las redes económicas del delito y rescaten el control social en los barrios, los mercados, las fronteras y las instituciones.
La solución no vendrá solo de la policía ni del ejército. Debe ser nacional, integral y multidimensional. La criminalidad es un fenómeno total y solo puede ser enfrentado desde una convergencia nacional que trascienda intereses partidarios y rivalidades coyunturales.
El gobierno está obligado a reconocer que no se enfrenta a bandas aisladas, sino a una estructura criminal que disputa legitimidad y poder. No hacerlo es aceptar la derrota moral y política frente al miedo. Esta guerra se libra cada día en las calles, en los despachos y en las conciencias. Si no hay claridad, el crimen seguirá gobernando por inercia, mientras el gobierno se consume en su propia parálisis.
Necesitamos recuperar territorio y esperanza. El crimen ha colonizado el espacio público. Esta guerra se gana con inteligencia, coordinación y coraje político; con instituciones que no teman actuar y con una ciudadanía que no se resigne al miedo. Cuando la delincuencia se convierte en un Estado dentro del Estado, la incapacidad se convierte en complicidad.
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