Antonio Pereira

Nuestras magnas cartas ante el constitucionalismo globalizado

Los Estados no son provincias de una polis continental

Nuestras magnas cartas ante el constitucionalismo globalizado
Antonio Pereira
25 de marzo del 2022


A mis amigos chilenos de todas las sensibilidades

 

¿Le ha tocado a usted hacer o reformar una constitución en un mundo globalizado y políticamente multinivel? Enhorabuena; es un momento apasionante. Apasionante pero delicado porque si nunca es oro todo lo que reluce, menos aún después de todo lo que la pandemia y Ucrania nos revelan sobre los que llevan el timón del mundo. Comprensiblemente, los chilenos están hoy más preocupados por lo inmediato, pero en Chile las constituciones suelen durar más que lo inmediato (mal asunto, si fuera al revés).

Tengamos en cuenta dos cuestiones. Uno, que hablando en general, pocas son hoy las organizaciones internacionales comprometidas con la libertad y la participación de la gente. Dos, que en este momento la globalización parece haber pasado su cenit y las cosas no están claras, Así que cualquier profecía es arriesgada.

Mi impresión personal es que en la actual efervescencia constituyente chilena todo es posible y mañana podemos ver lo más inesperado convertido en artículo constitucional. Pero en cuanto a las relaciones con el nivel supranacional —la CIDH, por ejemplo— no parece haber mucha novedad ni mucha rebeldía. Ignoro si las tendencias hoy dominantes en Chile seguirán alineándose con San José el día que sentencie contra sus planteamientos, pero mientras tal momento no llega los constituyentes chilenos parecen más preocupados por constitucionalizar el placer sexual que por salvaguardar la soberanía chilena frente a las instancias de poder supranacionales.

Pero antes de continuar mostraremos nuestras cartas comenzando por lo más básico. Escribo desde España, abierta a todo lo global y gozosamente inmersa en una integración continental; tan inmersa que, según algunos, es “un protectorado alemán loco por hablar inglés”. Por tanto, tengo la cuota de deformación que se debe a escribir desde Europa, y concretamente desde España, pero espero que ello no invalide lo que viene a continuación. 

1ª. El poder abusa. Cuanto más global, más abuso. Cualquier probo funcionario internacional de hoy puede hacer más daño que 50 herodes juntos, aunque no sea malo; basta que yerre con buena intención.

2ª. Cuanto más difícil sea exigirle responsabilidades, peor.

3ª. Cuanto menos se someta a un Derecho exterior, superior o anterior a él, menos imperio del Derecho (rule of law.)

4ª. Cuanto más alejado e incontrolable para nosotros, la gente corriente, peor.

5ª. Cuanto menos legítimo y representativo, peor.

6ª. Cuanto más piramidal la estructura de poder internacional, peor.  La estructura piramidal es herencia estatista, lo que sugiere que algunas integraciones internacionales acaban con los estados-nación pero quizá no con el estatismo.

7ª. Cuanto más general su competencia (caso extremo: competencia sobre las competencias de los estados miembros), peor. Es otra herencia estatista. En la monarquía múltiple hispánica abundaban los terrenos exentos de la competencia central (fueros).

8ª. Toda integración internacional que avance hasta el punto de integrarse políticamente, y más aún si es global, debe concebirse como una comunidad política de comunidades políticas, una compound republic

9ª. En toda integración supraestatal, los miembros deben retener un grado substancial de autogobierno.

Si lo anterior es correcto, la decisión de entregar a los organismos supranacionales mucha, ninguna o poca soberanía compete exclusivamente a los chilenos, peruanos o españoles; y en el siglo XXI toda nueva constitución debe dejarlo claro: “Nosotros, el pueblo”, entregamos esto o lo otro; solo el pueblo puede decidir. O, visto desde la otra cara de la moneda: los estados no son provincias o demarcaciones de una polis continental o global o de una civitas mundi. (Dejemos ahora que si tal cosa existiese nunca sería democrática).  No son productos de la descentralización de un órgano encargado del bien común universal.

Por descontado, el bien común universal existe, es real y desborda a cualquier país singular, pero identificarlo es extraordinariamente difícil y es muy improbable que ninguna organización internacional actual lo persiga realmente, como ha probado últimamente la ONU. Ni siquiera es seguro que respete sus propios tratados (ejemplo: Declaración de 1948, derechos del niño). 

Tomemos el cambio climático, que nos afecta (y nos desborda) a todos. Puesto que nos desborda, crearemos una potestas global. Lógicamente, si fuera representativa, justa e imparcial, tendría autoridad moral para exigir, p. ej., a Grecia, que no contribuya al cambio climático global, pero... la capacidad griega (o incluso española) de generar calentamiento global es mínima. 

Veamos ejemplos más mundanos: sabemos que si un ministro de hacienda alega el bien común es porque, como siempre, posiblemente va a extraer más impuestos, y tan justos o injustos como siempre. Ahora pasemos a la escala europea o global: ¿dejará de ser así? Seguramente, no. ¿Existen problemas climáticos globales que ningún gobierno aislado puede resolver? Sí pero ello no legitima a nadie para exigir la misma responsabilidad a todos los ciudadanos y gobiernos nacionales.

Así, España tiene menos responsabilidad que Alemania, esta menos que India y ésta menos que China; por tanto, a cada uno lo suyo, suum cuique. La contaminación de todos los automóviles portugueses juntos es menos que la de una docena de los gigantescos cargueros que atraviesan el Estrecho de Malaca cada día. Y es completamente justo que una constitución nacional, por preocupada que esté por el cambio climático, no entregue cheques en blanco a una autoridad mundial, la cual seguramente dictará normas anticontaminantes idénticas para todo el planeta. ¿Y si son justas? Ojalá que lo fueran, pero aún así deberán tenerse en cuenta dos cosas: una en el terreno de los principios: que la mera idea del cheque en blanco, incluso para un buen fin, es anticonstitucional; y dos, en el terreno práctico: que, como siempre, algunos poderosos no las cumplirán.

Por otra parte, no se puede negar que ya estamos en un mundo constitucional multinivel y multigobierno y eso es bueno... mientras siga siendo multinivel y multigobierno. 

Veamos. No tengo personalmente gran simpatía por la idea de estado ni tampoco concretamente por el español —hoy, mera sombra de un estado— pero menos todavía por otro que, cualquiera que sea su nombre, resulte ser más lejano y mayor. Voto en las elecciones municipales, gallegas, españolas y europeas. Soporto con mis impuestos el gobierno local, el regional, el español, el europeo y los cuasi-gobiernos de esa informe red o malla que es la gobernanza global. Si avanzase la integración supranacional y los estados, con sus ordenamientos jurídicos, se redujeran a escalón intermedio de una pirámide normativa continental o mundial dejaría de haber pluralismo de niveles de gobierno.

Si cada vez se concentra la decisión más arriba (como hemos visto con la globalización), no quedará de los niveles intermedios más que las carcasas. Sólo habrá un nivel de gobierno realmente auto-consistente: el que decide. Tendencialmente, los niveles inferiores se dedicarán a la ejecución de lo decidido por otro, una función más administrativa que política. Para hablar de constitucionalismo multinivel tiene que haber niveles distintos con sustancial capacidad de decisión, legislación, jurisdicción y gasto, incluso contrarios, en casos justificados, a la decisión del nivel de gobierno superior. Esto no es tan raro: en USA a veces los estados adoptan políticas distintas a las de Washington.

Repitámoslo: solo hay constitucionalismo multinivel si la comunidad política superior (p. ej., la UE) consiste en verdaderas comunidades políticas anteriores y respeta su integridad constitucional. Los académicos y jueces supranacionales que consideran a los jueces nacionales como las manos y los pies, o los meros ejecutores, de Estrasburgo o de San José, terminarían por reducir el paisaje político a un sólo nivel sustancial de jurisdicción, el más alto. Pero la realidad es que los jueces nacionales no se deben a los tratados internacionales firmados por los gobiernos sino a la constitución y las leyes orgánicas a las que deben sus funciones y hasta su salario.

La UE tiene sus propios jueces que harán bien en preferir el Derecho europeo al nacional pero el juez nacional sólo debe hacerlo así si en su constitución (no en un tratado, que nunca son sometidos al pueblo) hay una inequívoca entrega de competencia en esa materia. Hoy, como siempre, para impedir la acumulación de poder, necesitamos “frenos y contrapesos”, no correas de transmisión. El juez nacional no es un efecto marginal ni una derivación o tentáculo de la CEDH o la CIDH; es una creación de la constitución, o de la historia, o de la legislación nacionales.

Al amparo de nuestra constitución se aprobarán luego diversos tratados, ordinariamente poco democráticos y carentes de toda legitimidad para reformar las constituciones nacionales. Incluso en el supuesto más internacionalista, el juez nacional sólo estará obligado por el tratado mientras no vaya contra su constitución y siempre rebus sic stantibus, esto es, como se entendió al firmarse. Así como el criterio de interpretación de una convención por el juez convencional ha de ser el consagrado en la misma, el criterio de interpretación último de un tratado para un juez nacional debe ser el suministrado por su ordenamiento jurídico, no por el tratado, y menos por lo que con el tiempo decida autónomamente el treaty interpreter.

La constitución de la UE (que ya es bien real aunque, ciertamente, sui generis) o la incipiente cuasi-constitucionalidad convencional latinoamericana son superiores a las constituciones nacionales pero sólo en un sentido literal, físico: están más altas. Por lo demás, están por debajo: la constitucionalidad nacional es la anterior y la supranacional la posterior; la internacional no es la originaria sino la derivada, tampoco es la fundante sino la fundada; no es la más democrática sino la más elitista, no es la más legítima sino la menos, y no es la competente universalmente sino la especializada.

Si, con todo, tiene que haber unos poderes continentales, incluso mundiales (de alguna forma, ya los hay) y, como es de temer, desarrollan los defectos típicos de todo poder, habrá que contrapesarlos: todavía más checks and balances, carácter sólo ad hoc, más control, ceses, revocaciones, principio de atribución, subsidiariedad.

Terminemos. Vistos los problemas que tiene hoy el mundo, un esquema así, ¿resultará menos eficiente? Sin duda. Pero más libre. Y tampoco es que el esquema actual esté demostrando mucha eficiencia.

 

Antonio Carlos Pereira Menaut (USC, Galicia)

Antonio Pereira
25 de marzo del 2022

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