Raúl Mendoza Cánepa
Las cartas de John Pikes
Todos los hombres mienten

España, 1924. En Tarragona los disparos de los sublevados eran incesantes. A John Pikes le importaban poco los embates del viento de la rebelión. Había llegado a España desde Inglaterra porque en Londres había escrito una carta sobre los secretos de la reina Victoria, cuarenta páginas repletas de mentiras para enlodar el largo reinado. Fue perseguido por los servicios secretos hasta Gibraltar, pero logró llegar a España.
El alcalde de Tarragona, Eleazar Murillo de Lazarte (1871-1946), juzgó necesario expulsar a Pikes, pues sus vínculos con Londres eran de los mejores. Aquella noche de 1925, José Nuncio, vecino de Pikes, fue torturado por la Policía y obligado con golpes y electricidad a confesar que Pikes asesinó a la señora Ana López Torrado. Todos habían visto al inglés sostener un diálogo con la doña en el terraplén que comunica con la feria de San Juan, ¡qué mejor oportunidad! Nuncio, golpeado en la boca del estómago, con la respiración cortada, leyó por fin el libreto que un oficial le alcanzó: “Vi a Pikes y a la doña caminando juntos hasta las torretas, donde él la apuñaló”. Nuncio fue, por demás, liberado de los cargos de hurto y vagancia. Pasó el último tramo de su vida en Madrid.
En el juicio no quedaba nada más que discutir, todo era claro. Pikes pagó cinco años en la prisión de San Sebastián más 1,600 pesetas, y luego fue devuelto a Inglaterra, donde purgó una larga prisión que concluyó con su muerte el 19 de abril de 1944. En 1945 Joaquín Peña Soler, un campesino de Esteras del Alto, en Tarragona, confesó antes de morir que fue él quien realmente apuñaló a la señora López Torrado en 1925. Tras seguirla hasta las torretas le increpó por haber abandonado el clandestino romance que sostenían, ella maniobró y giró sobre su propio cuerpo, pero fue inútil, tras propinarle dos golpes de nudillo le clavó el punzón en el vientre.
“Todos los hombres mienten” musitó el alcalde Murillo en 1946, seis meses antes de morir. Con el gesto adusto y la vejez encima, volvió a lo mismo, solo se trataba de entregar a Pikes para no pelearse con Buckingham. Su hijo había sido becado en Oxford y la tortura era natural en una España que, además, pronto ardería en sus propios fuegos por la guerra civil. Él conocía la identidad del verdadero asesino. Esta nota está registrada en la página 57 de las crónicas de Tarragona, segunda edición, recogida por El Despertar de España, del cronista Miguel Vicente Herrada (Astrid, 1946, Madrid).
“Todos los hombres mienten por miedo o interés, por ambición o presión, por poder, por favor y hasta por piedad… y todos les creemos porque la verdad de la boca se parece mucho a la verdad que no es. Probar… ¿Para qué probar? Pikes murió en la cárcel, más preso de su inocencia que de la mía”, confesó Murillo.
En la cuarta edición (1979, Losada), El Despertar de España (pueden rastrearlo desde su PC en el catálogo electrónico de la Biblioteca Central de la PUCP) nos descubre que John Pikes no fue quien escribió las cartas sobre la Reina Victoria, fue su hermano Henry, muerto en la batalla de Inglaterra en 1940.
Todo el mundo miente… y tanto que esta historia también es mentira, pero te la creíste, ¿no? Nada ocurrió sino dentro de la vívida imaginación dominical de quien esta columna traza. Así, tan fácil. Vivimos presos del mundo de la palabra y del artificio, condenados por la ambición, la maldad, la travesura, el interés o la necesidad de gentes que con móvil o sin él tienen algo o nada que decir.
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