Humberto Abanto

Hablando en serio de la inmunidad

Se estaría generando un nuevo equilibrio de poderes

Hablando en serio de la inmunidad
Humberto Abanto
08 de julio del 2020


I

Una inveterada costumbre peruana es opinar, no sobre lo que sabemos o hemos estudiado en profundidad acerca de personas, cosas o acontecimientos de este mundo, sino respecto de lo que nos parece que son. Amamos hacer juicios de mera apariencia. Nos aburre hablar a ciencia cierta, porque es muy trabajoso. Así, hemos construido el limbo conceptual en que habitamos, sin arriba ni abajo, izquierda o derecha, delante o detrás.

No niego que es muy entretenido. Hay gozo en esa ingravidez surrealista dentro de la que se cotejan ocurrencias –sería absurdo llamarlas ideas– para decidir las cosas importantes aquí. Solo que usualmente fallamos, porque la ausencia de rigor impide obtener conclusiones certeras. Únicamente sirve para provocar intensas refriegas verbales en las que, como siempre, los toneles vacíos son los que más ruido hacen.

La reforma constitucional que elimina todas las inmunidades que el constituyente originario acordó en favor de los altos funcionarios del Estado ha desatado una de esas entretenidas tormentas verbales. Una nueva Torre de Babel en la que todos hablamos sobre cosas distintas en idiomas distintos, sin la menor voluntad ni la más mínima posibilidad de que nos entendamos.


II

Los hechos primero. Desde el comienzo de su gestión, el sucesor de Pedro Pablo Kuczynski diseñó un sistema de vasos comunicantes por el cual su aprobación y popularidad subiría en relación directa con la desaprobación e impopularidad de los demás poderes públicos y órganos constitucionales autónomos que él provocara. En ese marco propuso eliminar la inmunidad parlamentaria y dijo: “Inmunidad es impunidad”.

Aun cuando era blanco de la mayor campaña de destrucción de la imagen de una institución pública que se haya visto en tiempos recientes –absurdamente fortalecida por graves errores de sus propios miembros–, el Congreso anterior se dio maña para resistir los embates del Ejecutivo. Finalmente, la traición de algunos de sus miembros y la ingenuidad de quienes no comprendieron que situados en terreno de muerte debían luchar por su vida, hicieron que fuera inicuamente disuelto.

Todo hacía creer que el Congreso complementario se sujetaría a la agenda reformista del Poder Ejecutivo. No ha sido así. Acosado por su naufragio en el mar de la pandemia y buscando reactivar el sistema de vasos comunicantes con que dio cuenta del Parlamento anterior, Palacio de Gobierno volvió a exigir la eliminación de la inmunidad parlamentaria. Tras muchas idas y venidas, el Congreso aprobó la reforma, aunque sin la mayoría que permitiese omitir el referéndum. Despreciando los hechos y el Derecho, el jefe del Ejecutivo anunció la convocatoria a la consulta popular como si fuera una decisión suya –y no un mandato constitucional– para derrotar a un Legislativo renuente a deshacerse de sus privilegios.


III

La respuesta del Poder Legislativo fue sorpresiva, inmediata y contundente. Se planteó una reconsideración de la votación que fue admitida a debate sin demora. Escuchados los argumentos, fue aprobada y se dejó sin efecto lo votado sobre la inmunidad parlamentaria. Así, se reabrió la discusión sobre los dictámenes en mayoría y en minoría. El primero proponía eliminar solamente la inmunidad parlamentaria y el segundo desaparecer toda inmunidad. En el debate parlamentario correspondiente, la última opción fue ganando consenso y el Pleno del Congreso, con 110 votos a favor, aprobó la reforma constitucional.

Los hechos traen por tierra dos objeciones opuestas a la aprobación de la reforma constitucional que elimina los privilegios dados a los más altos funcionarios del Estado. La primera dice que la reforma es inconstitucional por la forma, pues la Constitución prescribe que “ningún proyecto de ley puede sancionarse sin haber sido previamente aprobado por la respectiva Comisión dictaminadora, salvo excepción señalada en el Reglamento del Congreso” y, como no se había dispensado el trámite, se violó el procedimiento de formación legislativa. El dictamen en minoría de los congresistas Mamani Barriga y Llaulli Romero demuestran que el tema se debatió en comisiones y pasó al Pleno respetando el procedimiento parlamentario.

La otra objeción es que el debate fue insuficiente. El debate parlamentario equivale a la debida motivación, en la medida en que, dentro de él, se exponen las razones que sustentan aprobar o rechazar una ley, sea ordinaria, orgánica o de reforma constitucional. La doctrina consolidada del Tribunal Constitucional (TC) sobre la debida motivación dice que “la Constitución no establece una determinada extensión de la motivación, por lo que su contenido esencial se respeta siempre que exista fundamentación, congruencia entre lo pedido y lo resuelto y, por sí misma, exprese una suficiente justificación de la decisión adoptada, aun si esta es breve o concisa o se presenta el supuesto de motivación por remisión”. La Constitución tampoco fija determinada extensión del debate, por lo que el TC ha declarado que “el procedimiento parlamentario, al contar con un importante componente político, cuenta con herramientas e instrumentos que permiten flexibilizar el debate en las distintas instancias con las que cuenta el Congreso de la República, sobre todo cuando se presentan un nivel de consenso que, como el de este caso, fue el de la unanimidad”. Aunque no hubo unanimidad, la alta votación muestra el elevado consenso entre las bancadas parlamentarias y hace que el debate, para algunos exiguo, haya sido suficiente para formar transparentemente la voluntad del Legislativo.


IV

Las objeciones formales, carentes de sustancia en el mundo de los hechos, han sido acompañadas de una de carácter sustancial que expresa un nominalismo interesado, porque ingenuo no es de ninguna manera. La tesis de esta objeción es que, mientras la Constitución acuerda la inmunidad para los parlamentarios, ni el presidente de la República, ni los demás altos funcionarios del Estado, poseen dicha protección especial, sino que ostentan algo llamado inviolabilidad. Ergo, en consecuencia, la decisión del Congreso es inconstitucional por el fondo, pues desaparece una cosa tratando de desvanecer otra.

La objeción se derriba solo con acudir al texto expreso de la Constitución que, en el caso del presidente de la República, el Defensor del Pueblo y los magistrados del Tribunal Constitucional, les atribuye “inmunidad”. El artículo 117 lleva una glosa que dice “Excepciones a la inmunidad presidencial” y los artículos 161 y 201 confieren al Defensor del Pueblo y a los magistrados del TC la misma “inmunidad” y las mismas prerrogativas que los congresistas. A los demás –léase, ministros de Estado, miembros de la Junta Nacional de Justicia, jueces de la Corte Suprema, fiscales supremos y Contralor General–, la Constitución no les reconoce expresamente una inmunidad, les atribuye los privilegios de antejuicio y juicio político, que también comprenden al jefe del Estado, los congresistas, el Defensor del Pueblo y los magistrados del TC. 

El TC, fiel al texto constitucional, llama “inmunidad” a la protección especial que la Constitución otorga a ciertos altos funcionarios del Estado. Incluso la distingue del antejuicio y del juicio político, dejando claro que ella opera para los delitos comunes, el antejuicio para los delitos de función y el juicio político para las infracciones de la Constitución. Con lo que el argumento de que el presidente de la República no goza de inmunidad sino de otro tipo de protección, para decir que la reforma constitucional es inconstitucional por el fondo solo se ajusta a las necesidades de quien detenta el poder, pero no a las exigencias de una correcta interpretación de la Constitución.


V

La constitucionalidad de la reforma constitucional depende del respeto a los límites formales y materiales de esa potestad y no de que agrade a los afectados por ella. Los límites formales son: i) aprobación por órgano competente; ii) observancia del procedimiento prescrito en la Constitución y el Reglamento del Congreso; y iii) ratificación en referéndum, cuando corresponda. Los materiales se refieren a lo que el TC ha denominado “parámetros de identidad o esencia constitucional, inmunes a toda posibilidad de reforma” y que clasifica en: i) límites materiales expresos (cláusulas pétreas), definidos por aquellos contenidos o principios nucleares del ordenamiento constitucional que la propia Constitución, expresamente, exceptúa de cualquier intento de reforma; y ii) límites materiales implícitos, establecidos por los principios supremos de la Constitución contenidos en la fórmula política del Estado y que no pueden ser modificados, a saber, la dignidad del hombre, la soberanía del pueblo, el estado democrático de derecho, la forma republicana de gobierno y, en general, el régimen político y la forma de Estado.

La reforma constitucional que elimina la inmunidad de los altos funcionarios del Estado no viola esos límites. Ni en la forma ni en el fondo. Más bien, algunos de sus objetores, verbigracia la presidente del TC –quien más de una vez expresó sus simpatías por la propuesta del Ejecutivo de eliminar la inmunidad parlamentaria– no repararon en que, por mandato expreso del constituyente originario, su inmunidad estaba atada a la de los miembros del Congreso, pues la disposición constitucional les otorgaba la misma protección y las mismas prerrogativas que estos.

La opción tomada por el Congreso de la República establece un nuevo modelo de equilibrio de poderes. Claramente distinto del original. Pero mil veces preferible al que perseguían el Ejecutivo y sus aliados, en el cual la Representación Nacional quedaba sometida a una capitis deminutio frente a los otros poderes públicos y demás órganos constitucionales autónomos.

Humberto Abanto
08 de julio del 2020

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