Raúl Mendoza Cánepa
El derecho al miedo
En el Perú somos intolerantes al miedo

Tener miedo es bochornoso hoy en día. Una señora con el rostro cubierto en trapos cruza una calle ante la risa de decenas de personas. Entre los que ríen hay personas mayores que fingen toser para dramatizar la mofa. Ignoran que en menos de un mes no habrá respiradores ni camas para los enfermos críticos ni para ellos, ni aún para quienes asistan a un hospital por crisis ordinarias. En Italia mueren en centenas porque la demanda del servicio médico supera a la oferta. En Italia, China y España los médicos se despiden de sus familias como quienes van a la guerra y no saben cuándo regresarán a casa, o si volverán. Intensivistas, neumólogos, otorrinos, cardiólogos, urólogos… ya no importa la especialidad.
Pero en el Perú se toma al chiste el miedo. Y tanto es el resquemor frente a los intolerantes al miedo que mejor es no evidenciarlo. Ser el hazmerreír nunca fue un buen negocio ¡Vamos exponte! ¡No pidas que el presidente sea drástico! Exageras. No temas. Temer, supuestamente, es de idiotas o débiles. Hay que hacerse el machito, no guardarse en casa, respirar del mismo aire, callar para no pagar las consecuencias…
Tanta es la intolerancia al miedo que es mejor fingir no tenerlo. Los malls repletos, las calles atestadas, los patios de comidas llenos. El divertimento no puede parar y tanto que al Presidente Vizcarra se le ocurre que el riesgo sube solo por encima de trescientos concurrentes en una sala o plaza. A decir verdad, en una reunión de diez personas que casi se tocan hay también un riesgo multiplicador. Pero la vida debe seguir. Un toque de queda desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana detendrá a los noctámbulos, que elegirán sus recursos para una farra a escondidas o adelantarán las horas de la fiesta. Siempre el pudor ¿Y por qué no juergueamos de siete a diez? Claro, intolerancia al miedo; no hay que aparentarlo, por eso se cierran solo las llegadas de Europa y no todas las fronteras. Pero el bichito de la peste vendrá por los agujeros, vendrá de Estados Unidos, México, Ecuador o Chile. Pero a quién le importa, si de lo que se trata es de ser estúpidos y sumar teorías extrañas. Como aquella de que el verano mata al virus y que estás a salvo en la playa aunque se te amontonen cerca.
Intolerancia al miedo, como la de aquellos que veían precipitado suspender las clases o suspenderlo todo. “Los niños no son vulnerables”, decían sin reparar en la lógica básica de que son también ellos, los niños, los vectores para que otros enfermen en su familia. Sus padres tienen amigos o compañeros de trabajo; y ellos a su vez tienen amigos y compañeros de trabajo, y a su vez abuelos, padres, cercanos enfermos. Y así sucesivamente hasta que la crisis termine por explotarnos en la cara. No falta quien se alivie porque la muerte toque más la puerta de los viejos o de los enfermos crónicos, y más si son viejos. Ellos no cuentan, el derecho a la vida es relativo en la concepción y, así parece, en la vejez. De allí la cuarentena.
Tanto se avergüenzan del miedo que nadie se guardará aunque pueda y encuentre los mecanismos. Y tanto se avergüenzan, digo, que Boris Johnson, primer ministro inglés, ha optado por el darwinismo. No hará nada, que mueran los que tengan que morir: los viejos, con el perdón de Su Majestad y de sus hijos.
P.S: Leo que Reino Unido aislará finalmente a los mayores de setenta años. Ojalá que así sea.
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