Raúl Mendoza Cánepa
Crónica de un fracaso
La historia de Guillermo "Martillo" Zambrano

“El hombre puede ser destruido, pero no derrotado”
Ernest Hemingway
Recordaba sus años de gloria en la Bombonera cuando los grandes púgiles de América llegaban para desafiarlo. Él tenía la zurda más potente del continente. Aquella noche, frente al ecuatoriano Kim Bombela, descubrió que podía girar en redondo y asestar la derecha con la rapidez de un destello. Un martillazo y otro, Guillermo Zambrano danzaba alrededor de su rival alternando los puños con una contundencia que le valió el sobrenombre de “martillo”.
Fueron los mejores años de Zambrano. El mayor reto estaba por llegar, fue aquella tarde que un telefonazo marcó el fin de una era en el boxeo nacional. A la nueva gloria le tocaba confrontar con Ray Boom Boom Mancini en Nueva York. El nacional lo pensó, un sudor helado corrió por sus sienes, apretó la boca. Hacía dos años Mancini, había dado fin a la vida del coreano Duk Koo Kim sobre el cuadrilátero ¡Cincuenta golpes en setenta y nueve segundos!”.
Sorbió del aire denso de la oficina y de las humaredas que su manager esparcía en aquella oficina que Willy hubiera querido esa tarde no más visitar.
–¿Hay alternativa?-preguntó.
–No la hay. Si renuncias, quien viajará es Romerito.
Willy se llevó los dedos a la barbilla. Sin mediar palabra se alejó. No se supo de él hasta la tarde aquella de muchos años después cuando los bomberos de Lince trataron de salvarlo de un incendio que él mismo había provocado ¿Por qué lo hizo? Ya no eran tiempos para volver. Dicen que solía ser visto merodeando el parque central de Miraflores, donde ofrecía un libraco artesanal en el que se podía leer sobre las técnicas del viejo arte de dominar al adversario. Muy pocos podían reconocer la nariz partida que tanta expectativa había generado en 1982. El buen Willy dejó las plazas para cuidar los aparcamientos en la Avenida Benavides. Cada automóvil era su vida. Viejo, desgarbado, raído, hizo de su ropa interior un tramado que le permitía añadir a sus servicios de cuidado, el de limpieza de carrocería.
–Soy periodista de El Comercio –le dije–. Esta nota será publicada el viernes. Cuénteme de sus momentos de grandeza.
Reparé que había tocado una fibra de su sensibilidad; esa sensación de “haber sido”, que lo colocaba al margen de la vida. “¿Por qué se corrió de la posibilidad de pelear con Mancini en 1983?”
–De haber combatido aquella vez, sería millonario. Romerito estuvo a punto, pero no vio la debilidad del flanco izquierdo del gringo. Yo lo hubiera vencido.
–¿A cuánto ascendía el monto de la victoria?
–Era un millón de dólares.
La mañana del 18 de diciembre, Guillermo apareció muerto en una calle de Surquillo. Un testigo narró los hechos: “El señor se enfrentó a cuatro delincuentes armadis con cuchillos. Él había amanecido raro, decía que no le correría más a los retos y que la gran pelea estaba por comenzar. Lo dijo en el corredizo antes de salir. Creo que él mismo los citó. Ellos eran buenos peleadores, los de Centenario. Don Guillermo no tenía armas, propinó un puñete a uno. Los otros tres lo tomaron por detrás y él se soltó rápido. Recibió un tajo en el pecho, pero no paró. Era una combinación de golpes increíble.
Le rompieron la cabeza con una piedra, cayó sobre el terral, se levantó y continuó. Lo cercaron bajo el árbol. Dos de ellos se desmoronaron y luego saltaron para continuar. No avisé. Me había rogado que no llamara a nadie. Fueron dos horas de puños. La sangre corría en sus labios, pero no se rindió. Cuando ellos se fueron él se quedó de pie mirándolos. Sonreía. A los pocos minutos se arqueó en el tronco y se desvaneció”.
El viejo Willy había vencido esta vez.
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