La comisión de Constitución del Congreso de la R...
La sociología de izquierda se niega a ver la realidad
Es natural que en toda segunda vuelta electoral la polarización se desate y las pasiones ahoguen a las razones. Los políticos y los periodistas pueden caer con facilidad en este tipo de deslices. Sin embargo, los científicos sociales están en la responsabilidad ineludible de mantener el temple; sobre todo los sociólogos, que deberían ser esclavos de los hechos y de las cifras. Si las ciencias sociales no lo esclarecen, entonces la polarización hace que cualquier disidencia se convierta en parte de la polarización. Por ejemplo, es lo que sucede cuando el antifujimorista llama fujimorista al libre pensador.
Cuando el sociólogo investiga o reflexiona le debería importar un bledo a qué actor electoral favorecen sus aproximaciones. Por ejemplo, los calificativos de “sultanato”, de “proyecto dinástico”, de “movimiento tolerante con la corrupción y la violación de Derechos Humanos” con que se etiqueta al fujimorismo, a estas alturas, parecen rayar en el delirio. Sí, en el delirio. ¿Cómo se puede desconocer el aporte de la principal fuerza de oposición en una democracia que consolida su cuarta elección nacional sin interrupciones? Alguna virtud debe tener un movimiento que participa activamente en la mayor experiencia republicana de nuestra historia, ¿no es verdad?
¿Formularse estas preguntas significa ser profujimorista? De ninguna manera. Significa alejar las sombras de una confrontación civil que amenace a la democracia, tal como sucedió con la institucionalidad democrática en el siglo XX. Pero al margen de las polarizaciones electorales, ¿qué es lo que produce esta especie de ceguera sociológica? Si la mitad del país que se alinea con el fujimorismo es tolerante con la trasgresión, la corrupción y la violación de derechos humanos, entonces no hay nada que hacer: se viene la guerra civil.
El fenómeno fujimorista no se puede entender al margen de la emergencia popular nacional que empezó varias décadas atrás. Esa emergencia que pulverizó a la sociedad criolla tradicional en la economía y la sociedad todavía no alcanza representación en el espacio público, político y cultural. La economía y la sociedad es democrática y republicana, pero la “llamada superestructura” sigue siendo aristocrática y excluyente. Todo eso puede cambiar para bien en la medida que continúe la democracia y la economía de mercado.
Nadie puede negar que el fujimorismo es quizá una de las mejores representaciones políticas de esa emergencia. El mundo de la economía informal que parió al emprendedor, y que luego se transformó en clase media, de alguna manera se expresa en la tienda naranja. La persistencia electoral del fujimorismo luego de la caída del gobierno de Alberto Fujimori puede entenderse desde la victimización que produjo el antifujimorismo, pero es innegable que también debe explicarse por su capacidad de representar la emergencia y por la negativa del Perú oficial a transformarse, a democratizarse.
La mencionada emergencia popular tuvo una oleada de representación en el régimen de los noventa. El fujimorato organizó un estado social que trepó a los Andes y se extendió en las llanuras amazónicas, pero sacrificó a la democracia relativizando aciertos y virtudes. El regreso de la democracia expandió las libertades, pero la política reprodujo la política aristocrática y criolla previa a los noventa, y los partidos tradicionales fueron incapaces de abrazar políticamente la nueva emergencia económica y social que había —literalmente— volteado al Perú. En ese contexto, tarde o temprano, el fujimorismo iba a volver.
Al margen de si el fujimorismo gana o no la elección, la incomprensión de la naturaleza del movimiento naranja es una especie de enfermedad que impide ver la realidad. Y no hay democracia ni libertad cuando se hacen ensayos para la ceguera.
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