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El Perú enfrenta una decisión crucial: seguir dependiendo de servicios satelitales extranjeros o construir su propia red desde el espacio. En un mundo en el que la información y la conectividad son poder, carecer de un satélite de telecomunicaciones propio no solo nos encarece la comunicación: nos resta soberanía. Contar con uno de estos satélites no es un lujo, es una necesidad estratégica para la defensa nacional, la integración territorial y la modernización del Estado.
Hoy, las comunicaciones del país están repartidas entre proveedores extranjeros y redes terrestres frágiles. En situaciones críticas —terremotos, huaicos, incendios o ciberataques— esas redes fallan justo cuando más se necesitan. Un satélite peruano garantizaría enlaces estables y seguros, incluso en medio del caos. Aseguraría independencia tecnológica y control soberano de las comunicaciones estratégicas, un activo vital para cualquier nación que aspire a protegerse y planificar su futuro.
Por otra parte, la defensa nacional depende tanto de la capacidad militar como de la capacidad de comunicar. En zonas como el VRAEM o las fronteras amazónicas, donde el Estado enfrenta al narcotráfico y la minería ilegal, un satélite sería un multiplicador estratégico. Permitirá monitorear operaciones, transmitir inteligencia y coordinar respuestas rápidas. Hoy esas tareas dependen de redes externas o intermitentes, lo que deja brechas peligrosas en la seguridad del país.
Pero el problema no se limita a la defensa. La desconexión digital es una de las formas más visibles de desigualdad. Más de 20,000 centros poblados en el Perú siguen sin acceso estable a internet. Millones de ciudadanos viven sin educación digital, sin telemedicina, sin trámites en línea. En esas condiciones, hablar de inclusión o desarrollo es retórico. Un satélite propio puede cerrar esa brecha en meses, no en décadas, llevando conectividad a los lugares donde la fibra óptica no llega.
En Loreto, Ucayali o Puno, la falta de cobertura encarece la vida digital. Mientras en Lima un megabit cuesta unos pocos dólares, en la selva puede costar hasta 1,600. Esta desigualdad tecnológica condena a las regiones más apartadas a la marginación. Con un satélite nacional, el país podría ofrecer precios justos y servicios de calidad en todo el territorio, democratizando el acceso a la información y a las oportunidades.
El argumento económico también es contundente. El Estado peruano gasta más de US$ 50 millones al año en servicios satelitales alquilados. En quince años, esa cifra superará los US$ 300 millones, suficiente para financiar un satélite de alto rendimiento. En lugar de seguir pagando por algo que nunca será nuestro, el país podría invertir en una infraestructura que se pague sola. Además, podría arrendar capacidad excedente al sector privado, generando ingresos y fortaleciendo el mercado local.
Un satélite propio también transformaría la gestión pública. Menos del 3% de las entidades del Estado usan servicios satelitales, pese a que muchas operan en zonas sin cobertura terrestre. Con una red nacional, la digitalización de trámites, la fiscalización y la atención ciudadana serían más eficientes. Se reduciría el papeleo, se acortarían tiempos y se abriría paso a un Estado verdaderamente digital, transparente y conectado.
El impacto social sería enorme. En educación, miles de escuelas rurales podrían acceder a plataformas virtuales, clases en línea y materiales digitales. En salud, los médicos podrían diagnosticar a distancia, evitando traslados costosos y salvando vidas. En la economía, comunidades aisladas tendrían acceso al comercio electrónico, al turismo digital y a capacitaciones en línea. La conectividad generaría empleo, innovación y desarrollo local.
La inversión no es inalcanzable. Un satélite de comunicaciones cuesta entre US$ 180 millones y US$ 325 millones, cifras similares a las que ya gastamos en alquileres fragmentados. Países como Bolivia, Argentina o Brasil lo han logrado con éxito. Han reducido costos, ampliado cobertura y ganado independencia tecnológica. El Perú tiene la capacidad técnica y los recursos. Lo que falta es la decisión política para asumir el reto con visión de Estado.
Seguir dependiendo del alquiler es perpetuar la exclusión y la vulnerabilidad. Cada día sin un satélite propio es un día más de niños sin clases digitales, comunidades sin servicios básicos y un país que sigue mirando desde abajo la órbita de los demás. Apostar por un satélite peruano es apostar por la igualdad, la seguridad y el futuro. Es poner al Perú en el mapa de las naciones que deciden comunicarse con voz propia, desde el espacio y con soberanía.
















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