Heriberto Bustos
Partidos políticos: crisis de valores o colapso democrático
Sobre la degradación del sistema partidario en el Perú
A poco menos de 120 días de realizarse las elecciones generales de 2026, somos partícipes de una situación sumamente complicada en el escenario electoral: escasos niveles organizativos, inscripciones fraudulentas, irregularidades en comicios internos y alianzas sin contenido ideológico, entre otros elementos, constituyen una clara muestra de cuán profundamente han calado la corrupción, la inmoralidad y la ausencia de valores en el interior de los partidos políticos, sumiéndolos en la crisis. El escenario se enrarece aún más por el inadecuado comportamiento de los organismos responsables de garantizar un proceso electoral serio y limpio.
Se trata de un asunto que debe llamar nuestra atención y, ciertamente, nuestra participación para modificar su discurrir; pues, en el caso de los partidos políticos, al ser pilares de un sistema democrático, deben actuar como los principales canales de representación entre la sociedad y el Estado. Por ello, su debilidad o crisis se traduce en una democracia disfuncional, influyendo de manera profunda y negativa en el sistema de gobierno, al constituir la causa principal de la extrema inestabilidad política y el deterioro institucional que han llevado al país a tener, en los últimos diez años, siete presidentes, sin mencionar la cantidad de ministros que los acompañaron. Definitivamente, la crisis partidaria es la crisis de la representación democrática.
Al ser el fin último ganar y mantenerse en el poder sin un proyecto ideológico que lo limite, cualquier medio —incluso el fraude— se vuelve aceptable y justificado por las cúpulas partidarias. Por ello, en la práctica viene imponiéndose la lógica de que “el fin justifica los medios”. En esa ruta, la deshonestidad se va institucionalizando a través de prácticas fraudulentas que dejan de ser “errores” aislados y se integran al malévolo ADN operativo del partido, haciendo que los militantes o dirigentes “aprendan” que la lealtad a la maquinaria partidaria es más importante que la honestidad o la adhesión a un principio.
Cuando el debate programático desaparece, la única forma de mantenerse a flote y cumplir con los mínimos legales es simular una base. Las inscripciones fraudulentas —especialmente la falsificación de firmas— son el costo de la ausencia de convicción ideológica: se reemplaza la militancia genuina por una base de datos artificial y el debate interno queda fuera de la organización. En un partido sin ideología, las elecciones internas no son un intercambio de ideas, sino una pugna por el control de la caja y los cargos; además, el fraude al interior de los partidos constituye una especie de laboratorio del mal gobierno externo.
Como resultado de todo ello, se pone en riesgo la democracia, en tanto que un partido sin principios ideológicos claros no tiene límites éticos al gobernar; su objetivo será el beneficio propio o el de sus financiadores, no el bienestar colectivo. Cuando la ideología se diluye, el partido ya no se define por un conjunto de principios para transformar la sociedad, sino por su estructura organizativa. La falta de principios abre la puerta a influencias criminales, comprometiendo al partido incluso antes de que llegue al poder.
Con partidos “liderados” por caudillos o figuras personalistas, carentes de organización, alejados de postulados ideológicos y de propuestas programáticas claras, y con intentos de alianzas para ganar a toda costa, el escenario que se avecina resulta confuso y sumamente peligroso. No debe olvidarse que la debilidad interna de los partidos deja un vacío que, con frecuencia, es ocupado por figuras outsider o movimientos populistas que prometen “acabar con el sistema” sin contar necesariamente con una estructura democrática interna o un plan viable.
Frente a este peligro, el rol pasivo de la ciudadanía y de las instituciones ya no es una opción. Corresponde a los ciudadanos, en primer término, exigir a las instituciones electorales que actúen con la firmeza y transparencia que demanda el momento, asegurando que el proceso sea verdaderamente limpio y sancionando el fraude con la severidad que corresponde; en segundo término, exigir a los partidos que demuestren bases genuinas, elecciones internas transparentes y propuestas programáticas claras, sustentadas en una ideología que coloque el bienestar colectivo por encima del control de la caja.
En esa dirección, es hora de que los ciudadanos nos convirtamos en el “límite ético” que los partidos han perdido. La estabilidad y el futuro de nuestra democracia dependen de nuestra capacidad para negarnos a participar en el juego de la deshonestidad y, sobre todo, de asumir nuestra responsabilidad histórica. No podemos seguir convalidando la decadencia votando por inercia u oportunismo. La única forma de revertir este colapso es dejando de ser cómplices silenciosos.
















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