Editorial Cultura

Arrobamientos culturosos

Arrobamientos culturosos
  • 14 de septiembre del 2015

Sobre la vieja y siempre presente huachafería peruana

“No es lo mismo un desnudo griego que un peruano calato” solía decirse en la Lima de hace medio siglo para graficar la gran diferencia entre la “alta cultura” (la más prestigiosa, la oficial) y la “cultura popular” (la de las tradiciones ancestrales y los medios masivos). En ese entonces, un “pituco peruano que se respeta” no sólo tenía un auto Mercedes y chofer, también pasaba sus vacaciones en Europa visitando museos como el Louvre o la National Gallery, y asistiendo a los principales teatros italianos de ópera.

Hoy afortunadamente ese “prestigio” no se limita al arte clásico europeo, pues se ha demostrado que todas la culturas del mundo han producido sus propias obras maestras, y no necesariamente dentro de las tradicionales “bellas artes”. Entre los productos culturales que hoy enorgullecen a los peruanos figuran, por ejemplo, el cebiche, el cajón criollo, el tacu-tacu y la Tigresa de Oriente. A pesar de ello, la “alta cultura” se mantiene todavía como un atributo propio de las clases “altas”. Por eso, algunos peruanos emergentes, en su afán por demostrar su ascenso económico y social, apelan al viejo recurso de presentarse como conocedores y expertos en una “cultura clásica” que les resulta completamente ajena. Un recurso tan viejo que hasta su nombre es uno de los más difundidos peruanismos: “huachafería”.

Todo esto viene a cuento porque dos de nuestros “nuevos” escritores más exitosos (ambos periodistas de larga trayectoria, pero debutantes como novelistas), están actualmente recorriendo Europa y desde ahí nos envían crónicas sobre sus deslumbramientos ante los tesoros culturales europeos. Renato Cisneros, autor de La distancia que nos separa (2015) acaba de publicar el artículo “Quince minutos con Leonardo”, en el que cuenta todos los obstáculos que él y su acompañante tuvieron que superar para ingresar al lugar donde se exhibe “La última cena” de Leonardo:

 

“Una vez adentro nos dedicamos a admirar la perfección artística de esa pared legendaria: los gestos delicados de Cristo, los movimientos corporales de los discípulos separados en grupos… la luz espectral que se cierne sobre los personajes desde una ventana, los inauditos colores originales… el descomunal esfuerzo humano, la genialidad suprema materializada… Es un castigo tortuoso que la pintura solo pueda ser apreciada quince minutos”.

Si ya esos “inauditos colores” y el “castigo tortuoso”, son bastante huachafos, lo que relata Jeremías Gamboa, autor de la novela Contarlo todo (2013) y acompañante de Cisneros en ese viaje por Italia, resulta el más escandaloso ejemplo de “pose culturosa”. Gamboa narra en el artículo “Síndrome de Stendhal”, publicado en El Comercio el último domingo, cómo fue su experiencia:

“Llegué a Florencia con la guardia en alto: como había dormido apenas tres horas la noche anterior, un hecho que no sabía si adjudicarle al jet lag o a la ansiedad de estar a punto de conocer el sitio en que se fraguó el Renacimiento, el panorama no pintaba muy bien. No me equivoqué. Tenía el pulso alterado y la mente enrarecida … En el Uffizi era preciso contener la respiración: el mundo cabía en las manos de un ángel de Leonardo, en los dedos de la Venus de Tiziano posados sobre pubis y muslos, en la copa que sostiene milagrosamente el Baco adolescente de Caravaggio”.

Unas horas después, en el Convento de San Marcos, Gamboa llega al clímax, se le doblan las piernas y llora ante tanta belleza:

“Fue allí, al final de la escalera que comunica el primer piso con el segundo, de cara a ‘La Anunciación’, que sentí que se me doblaban las piernas. ¿Hay palabras para explicar la grandeza de una obra que ha sido ejecutada con tanta humildad y recogimiento?... Vasari escribió alguna vez que Angélico no pintaba una cruz sin llorar. Cuando sentí que hacía lo mismo no había en el llanto desborde ni alborozo; solo una tranquila gratitud por estar allí, por ser la única persona en el mundo que estaba en ese momento en ese lugar”.

Cisneros y Gamboa seguramente han visitado muchas iglesias y museos peruanos sin que ni siquiera se les asome a los ojos una lágrima. No pues, no es lo mismo un desnudo griego que un peruano calato.

  • 14 de septiembre del 2015

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