Arturo Valverde
El perro callejero
Vemos en los perros nuestras propias cualidades

Te vi el otro día, perro callejero, compañero errante de cuatro patas. Cruzaste raudo y capeando a los choferes embalados por la autopista, izaste tu rabo gris cual triste banderín y, al llegar a la acera, fijaste en mí tu mirada de niño perdido.
¿A dónde vas, viejo amigo?, me gustaría decirte, pero pasas por mi lado con la prisa de quien va retrasado a una cita impostergable en uno de esos parques redondos, donde se reúnen los perros con amo y collar, que corren y vuelven contentos con la pelota en el hocico.
Tú no eres como esos perros sino el vigilante de las noches azules, el aullido de las madrugadas frías, espectador de trenes mercantes cargados de carbón, ermitaño de puentes oscuros, ladrido de los cerros, que en dichosas ocasiones (¡oh, fortuna!) eres el invitado de ese buen samaritano de corazón perruno que te ofrece un plato de sopa caliente con harta menudencia.
Yo no había nacido, pero tú hace mucho que vagabas por las calles. Eres el perro sin amo, sin collar, sin pelota y sin pedigrí; un indocumentado. En el peor de los casos, la correa enlazada a tu cuello fue la del violento destino que te arrojó al mundo con un rotundo ¡sáquese de aquí!, y el escobazo en el lomo.
Te confieso, amigo, que de niño te miraba con miedo de que me vayas a morder o quitar el chupetín de la mano, pero aun cuando las tripas te retorcían, aguardabas que te arrojaran un pedazo de compasión.
Llevas el alma solitaria, reconócelo, porque aun cuando pasas orgulloso en jauría, rebuscando entre la basura el desayuno del día, sabes que viniste al mundo solo y solo te irás del mismo.
Andan diciendo por ahí que vemos en los perros nuestras cualidades. Si ese es el caso, tú y yo, viejo amigo, tenemos que encontrarnos, sentarnos y bebernos algunas cervezas y ponernos al corriente, sin correas ni amos. Tienes tanto que contarme, y yo tan poco qué enseñarte.
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