Carlos Adrianzén
¿Todo va muy bien?
Nos estamos convirtiendo en una especie de chavismo peruano
Me sugería un buen amigo que en las discusiones cotidianas siempre hay que decir algo positivo, que la gente necesita eso. Y que, de paso y según él, me volvería más popular y tendría más lectores. Le expliqué que carecía de ese tipo de cinismo y que, por el contrario, me honraba tratar de ser útil para aquellos que estaban dispuestos a sacrificar sus sentimientos a cambio de saber dónde estaban parados. Es en esta dirección en la que escribo estas líneas, consciente de que vivimos en tiempos en los que la llamada Economía del Comportamiento enfatiza la importancia de los sentimientos (en los procesos electorales) y el monotema implica los interminables (y predecibles) escándalos de corrupción burocrática.
Sobre este último punto existe un plano que no me deja de sorprender. Los peruanos hemos pasado por tremendas crisis económicas, vivimos en medio de un entorno institucional (Policía, Judicatura, Fiscalía, etc.) visiblemente dañado y aún así queremos creer que los porcinos vuelan. Y lo queremos con denuedo. Hoy no se hace nada respetable por introducir incentivos anticorrupción burocrática, se presenta un circo políticamente sesgado en esta dirección y hasta se regalan miles de millones de dólares a Odebrecht, a través de una minúscula compensación que hasta hoy no dice nada que un buen fiscal no pudiera obtener. ¿Almuerzo gratis? Desconfiemos. El más brillante economista del siglo pasado, Milton Friedman, nos enseñó que tal cosa no existe.
En materia económica, hoy más que nunca es vital reconocer que la diferencia entre las naciones ricas y pobres no la hacen sus recursos naturales, que a veces resultan una suerte de maldición, la hacen sus instituciones. Que la ley sea estable, inteligente (o sea, que impulse la libertad y desarrollo de sus habitantes) y transparente. Ese no es nuestro caso. Somos una nación pobre —que se cree rica— básicamente por nuestras corruptas instituciones burocráticas y su torpe y opresor aparato estatal.
Si bien existen episodios, como los de Conga, Rutas de Lima, Chincheros, Las Bambas, Tía María, Odebrecht o Talara, que contrastan cuán inepta resulta la forma en que nos gobernamos, el daño mayor resulta mucho más discreto. Se descubre solo en las cifras macroeconómicas de largo plazo, aunque monitorear ciertos desarrollos cortoplacistas nos sirve para ponderar hacia dónde vamos.
Hoy, en el accidentado gobierno PPK-Vizcarra, en tránsito hacia la izquierda —algo difícil de esconder—, a pesar de que el Banco Central mantiene una inflación baja y un bonito índice atajo de riesgo país, existe una serie de señales inquietantes y persistentes que pocos quieren ver.
- Crecemos mucho menos. Si bien crecemos por encima del 3% anual, nuestro crecimiento promedio quinquenal es la mitad del registrado a mediados del 2011, con una definida tendencia a crecer menos
- También invertimos mucho menos. Sostenidamente, el promedio quinquenal de las importaciones de bienes de capital se ha contraído del 27.3% a mediados del 2011 a -2.9% a inicios del 2019. Esta enorme pérdida de dinamismo se refleja en un crecimiento quinquenal del PBI constructor desde el 14.4% hasta 0.1%. No miremos solamente los índices cortoplacistas, las tendencias se derrumban.
- Paralelamente, no dejamos de inflar el aparato estatal. Cerrando los ojos a los índices de percepción de corrupción burocrática y calidad del gasto —desde mediados del 2011 a la fecha— el gasto del gobierno central ha saltado de US$ 29 millones a US$ 41 billones. Una lluvia de millones de dólares, corrupción burocrática y baja calidad de servicios públicos pagada puntualmente por los contribuyentes de todos los estratos.
- Está adelgazándose la fuente del crecimiento post noventas: a pesar de tener términos de intercambio muy favorables, comerciamos mucho menos con el exterior. Nuestra tasa de crecimiento anual del comercio de mercancías se contrae desde 34.5% a 3.5% en el lapso 2011 a 2019.
- Inflar el aparato estatal requiere que se abulten las cargas burocráticas (tributos et al). El efecto consolidado de mayores impuestos a como dé a lugar se refleja en un salto de recaudación tributaria notable: entre fines del 2016 e inicios del 2019 el flujo extraído a los privados por impuestos, tasas y contribuciones diversas salta desde US$ 36 billones a US$ 44 billones. US$ 8 billones más en medio de una economía local cada vez menos dinámica.
- Sin mayor revuelo el gobierno central echa mano a los ahorros previsionales. A pesar de la contracción del déficit del gobierno central (por las mayores cargas tributarias) la conexión entre mayor exposición de las AFP en deuda pública tiene una correlación sugestiva y muy cuestionable.
- Para sellar todo esto se introducen múltiples antirreformas (procorrupción burocrática y anti inversión privada). Han posibilitado que algún burócrata caiga en la tentación de cobrar por autorizar una fusión, regalar compensaciones a empresas involucradas en episodios de corrupción, financiar agrupaciones políticas, elevar sueldos, etc. Cero reformas de mercado.
A pesar de todo esto alguien cándidamente puede preguntarse ¿y qué me importa si crecemos, invertimos o comerciamos menos? Pues le debe importar y mucho. Lo notará pronto cuando usted, su esposa o hijos no tengan un empleo adecuado.
Así, discretamente, sin ninguna legitimidad electoral para ello y envileciendo instituciones, el actual régimen —mucho más eficazmente que Humala—, nos va acercando a una suerte de chavismo peruano. Ojo con esto.
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