Neptalí Carpio

Relatos del relativismo moral

La casi imposible lucha contra la corrupción

Relatos del relativismo moral
Neptalí Carpio
26 de octubre del 2018

 

El último recurso que tienen los sectores ligados a casos de corrupción es la construcción de un relato en el que el odio, la división entre políticos y el abuso del derecho sean las verdaderas causas de la ingobernabilidad. Se pretende que la lucha contra la impunidad pueda darse en un escenario de concertación y de unidad nacional. No conozco ninguna experiencia internacional en la que el predominio de un sistema contra el delito público este exento de confrontación entre los actores políticos. Sobre todo cuando una gran mayoría de líderes políticos tienen acusaciones de grueso calibre.

Imaginar un escenario de unidad nacional con una clase política en la que diversos sectores tienen vasos comunicantes con la corrupción y el narcotráfico es como pretender la cura del cáncer sin los graves efectos de una quimioterapia, imaginando a un paciente en estado de tranquilidad. Un poco más y algunos sectores nos quieren convencer de que la ciudadanía debería de atenuar su capacidad de indignación frente a las diversas modalidades del delito público o privado.

Al ser la corrupción un fenómeno social endémico en nuestra sociedad, requiere de una inevitable tensión nacional, de grandes remezones de nuestra clase política, empresarial y de la propia academia, para generar un nuevo proceso constitutivo que revierta este fenómeno. Como cualquier cambio trascendente, los procesos para pasar de una sociedad endémica en corrupción a otra donde se irradie la probidad no pueden imaginarse sin momentos de crisis. Y como sabemos, hay crisis y crisis. Hay algunas crisis que son necesarias e inevitables, para producir jaloneos históricos de una época hacia otra.

Las experiencias recientes —como la española, brasileña, la italiana y la de diversos países asiáticos—, para tener éxito, implicaron inevitablemente una alta tensión política y una enérgica actuación de la Fiscalía y la justicia. A tal punto que en Singapur, el líder de esta exitosa experiencia, el entonces primer ministro Lee Kuan Yew, llegó a acuñar la famosa frase: “Si quieres derrotar la corrupción debes estar listo para enviar a la cárcel a tus amigos y familiares”. Eso demuestran que los niveles de alta tensión en el sistema político se debían, en gran medida a que el éxito de la lucha anticorrupción implicó necesariamente varias reformas políticas, a las cuales los políticos de turno se mostraban generalmente renuentes, tal como ocurre en el Perú.

A contracorriente, los promotores del relativismo moral se esmeran en construir un relato que busca ocultar el intento de impunidad. Se aferran al extremo al “debido proceso”, en los procesos judiciales, para intentar bloquear audiencias o sentencias; y hacen todos los esfuerzos por victimizarse, apelando a la familia y a dramas humanos que intentan incluso generar una situación de misericordia frente a los jueces y fiscales.

El relativismo moral aparece así como el blindaje de los que abusan del poder, además de ser el caldo de cultivo que conviene y necesitan quienes están utilizando el sistema democrático en beneficio propio. En una sociedad sin moral, relativizada, donde nada sea verdad o mentira, los sinvergüenzas se sienten a gusto y blindados, porque ellos solo pueden prosperar en una sociedad envilecida y sin principios. Los poderosos de nuestro tiempo son plenamente conscientes de que en una sociedad de valores y de principios ellos no tendrían cabida. 

En los casos más extremos se apela a Dios, a la familia, al esposo, la esposa, los hijos y la familia, intentado inventar melodramas que, como un velo, oculten los verdaderos propósitos consumados. Personalmente, por diversas razones y experiencias laborales, me he percatado de que las autoridades o los candidatos tienden a utilizar cada vez más la palabra Dios y hasta pasajes de la Biblia para dirigirse al público, como un último recurso para intentar santificar mensajes que en el fondo ocultan otros propósitos. Este recurso de los políticos, y de aquellos acusados de corrupción, revela también la falta de idearios o ideologías que den consistencia a un proyecto político, o por lo menos del intento de defensa que responda a mensajes que puedan cautivar a los ciudadanos.

Otra variante de este relato es cuando se refieren a la economía o a la eficiencia de los gobernantes. Unos señalan que el Gobierno debería concentrarse en promover la inversión, mejorar los servicios y dejarle solo al Poder Judicial o la Fiscalía la agenda anticorrupción. Los defensores de la impunidad quieren crear así escenarios en el imaginario ciudadano, en los que la ineficiencia de un Gobierno sea un efecto de haber metido sus narices en una agenda anticorrupción. Pero las diversas experiencias internacionales han demostrado que son los jefes de Estado quienes deben liderar los procesos anticorrupción, sobre todo cuando estamos ante fenómenos endémicos. Los presidentes representan a la nación y deben ser los primeros en hacer de una política anticorrupción una cuestión de Estado en todos los poderes de la democracia.

No lo dicen directamente, pero esta última versión del relativismo moral cree, en el fondo, que no importa la corrupción existente, lo importante es el crecimiento económico. Con un enfoque determinista de la economía sobre la política y el funcionamiento de las instituciones, nos quieren hacer creer que a mayor crecimiento, menor corrupción. Cuando la realidad, en el caso del Perú, muestra todo lo contrario. No es casual que los más importantes casos de corrupción de los últimos 20 años (Lava Jato, Línea 1 del Metro, Comunicore, la Interoceánica, los peajes, los aportes a las campañas electorales del 2011, los aportes a la revocatoria, entre otros) se hayan dado justo en el periodo en el que el crecimiento de la economía llegó casi al 8%, en su mejor momento.

Neptalí Carpio
26 de octubre del 2018

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