Carlos Adrianzén
Plata como cancha
En un aparato estatal elefantiásico y corrupto
Cualquiera que se refiera con precisión a los efectos económicos completos del coronavirus en nuestra economía podrá ser o un extraordinario adivino o un charlatán. El fenómeno, tal como lo conveníamos la semana pasada, está actualmente en pleno desarrollo e implica múltiples ribetes de incertidumbre sobre cómo y cuánto afectará la economía global, sobre qué tan eficientemente manejaremos una emergencia sanitaria hoy indeterminada y sobre cómo nos manejaremos política y económicamente. La escala de sus impactos puede afectarnos de manera trascendente.
Pero, tengámoslo claro, la inercia de la economía global se ha quebrado significativa e inesperadamente. Dejando fuera al mundo de los adivinos, ningún reporte global reputado, previo a la publicación de las primeras noticias de la emergencia sanitaria en la China, anticipaba algo así. Hoy simplemente no sabemos qué va a pasar. Esto… tanto como hoy no sabemos, ni cómo nos comportaremos en los próximos meses, ni el origen (fortuito o intencional) o las perspectivas de desarrollo de la pandemia. Ahora bien, si no podemos dibujar perfiles verosímiles de lo que va a pasar, ni cómo se van a comportar muchos agentes locales o externos involucrados en el fenómeno, es bueno ponderar que sí conocemos algunas cosas.
Sabemos que nuestros recursos fiscales y ritmo de crecimiento no son óptimos, que nuestros especialistas han destacado por su capacidad en crisis previas, que somos una sociedad tremendamente desordenada e informal y –particularmente– que podemos visualizar cuáles son las tendencias económicas con las que hemos llegado a enfrentar la pandemia: el Perú precoronavirus. Por esto encuentro que tratar de ordenarnos en este punto resulta algo de utilidad. No solamente si pensamos en el día siguiente a la pandemia. Conocer el estado de la economía nacional (y sus tendencias políticas) a fines del año pasado implica algo de particular relevancia para enfrentarla. Algo así como, si tenemos que enfrentar al campeón local de boxeo, conocer de nuestra condición física y atlética previa al complicado evento.
El retrato de la economía peruana trasciende recordar que veníamos manteniendo una tasa de inflación destacable (fluctuante alrededor del 2% anual), que manteníamos un régimen de tipo de cambio fijo por más de una década (al que etiquetábamos como administrado) o que nuestro ritmo de crecimiento por habitante se comprimía sostenidamente año tras año, desde el 2012 al 2019, con una tasa cercana al 1% el año pasado. O acaso que –vía básicamente impuestos, más deuda pública y licencias monopólicas– habíamos inflado el gasto del sector público hacia una escala de más de US$ 65,000 millones con su correlato histórico: cuarenta puestos hacia arriba en el ranking de corrupción burocrática, según Transparencia Internacional. Plata y corrupción burocrática como cancha, diría alguien; holgura fiscal diría la ministra.
Pero el retrato económico referido aquí tiene otra peculiaridad: implica un cambio político. Si usted monitorea los índices comparativos de libertad política, económica y de respeto a la propiedad privada, encontrará cuantitativamente marcados retrocesos en los últimos años (periodo 2011-). Puntualmente un tránsito hacia menores libertades y respeto a la propiedad privada.
Esto, aunque pudiera despertar súbitas urticarias en los amantes de las etiquetas autocomplacientes, implicaba un avance gradual hacia un mayor índice de marxismo en el manejo de la plaza. El marxismo –estimados lectores– no es otra cosa que una doctrina política construida sobre el deterioro de las libertades y el desprecio a los derechos de propiedad privada.
A más de uno podría disgustarle esta pesada calificación, pero lo cierto es lo cierto. Registramos, aunque discreta y consistentemente, deterioros en libertades y respeto a la propiedad. Conga, Tía María y compañía no son casuales. La generalización de la intervención estatal graficada en un aparato estatal elefantiásico (con 18 ministerios sobredimensionados) y corrupto (la Transoceánica, el Gasoducto Sur Peruano, la Refinería de Talara etc.) tampoco resultan casualidades.
Un retrato feúco, diría un observador desaprensivo. Otro podría, con toda justicia, preguntarse ¿cómo en un momento de tantas necesidades, cuando lo usual implica pedir acciones marxistas (perdón, controles de precios, expropiaciones, etc.) alguien nos recuerda nuestro –mediáticamente ignorado– tránsito reciente hacia este tipo de ideología?
Les diré por qué. Porque, hoy más que nunca, enfrentando al Covid-19 y dadas las casi inconmensurables demandas de recursos fiscales para atender las emergencias, es menester ser conscientes de que las estatizaciones y los controles no sirven. Que tampoco sirve robar las jubilaciones de los trabajadores en las AFP (inyectándoles deuda soberana con índices de trash bonds). Pero que, dada la evolución económica reciente, tenemos mucha plata a la mano. Pero que lo ahorrado es poco y hay que reasignar recursos… no elevar el peso estatal. Que hoy basta con consolidar los dieciocho ministerios en solo cinco, maximizando tanto el presupuesto de salud y educación pública, y reduciendo burocracias redundantes, oficinas estatales escandalosamente lujosas y –obviamente– pasando a cobrar agresiva e implacablemente todos los miles de millones de dólares, por daños económicos, que empresas como Odebrecht y las del Club de la Construcción nos infringieron.
Para ganar esta pelea en materia económica existen tres directivas: nada de ceguera, nada de corrupción, nada de marxismo.
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