Mermelada, pero también ignorancia

Hay quienes —desde un fundamentalismo agresivo— ignoran que por ´defender´ los derechos de la mujer terminan por menospreciar el papel que cumple ella en nuestro país. Nadie puede negar que el machismo como cultura se ha enraizado particularmente en los pueblos sudamericanos y centroamericanos. Pero pocos se han tomado el trabajo de pensar —e investigar— si la invisibilidad de la mujer y su ausencia de voz y decisión ocurren también en el seno familiar; quizás porque esa voz no es la voz sufriente que los analistas esperan. Pues dicha voz no está codificada en el lenguaje formal y oficial, ni sabe de vocinglería, pero sí de asertividad pragmática.

Demás está decir que si no hubiese sido por el mantenimiento en el Perú de la familia extensa (y no nuclear) este país no existiría. Porque las unidades productivas familiares en la sierra y su extensión cultural a la costa —capitaneadas siempre por una mujer— han permitido una resistencia y hasta un prospectivismo que no suele reconocerse. En la sierra cierto es que ellas no ´hablan´ con el lenguaje de la pareja. Deciden con el lenguaje muchas veces silente de la supervivencia racional y emocional.

Manejan la economía familiar como nadie, usan los animales menores como ´caja chica´, ponen precio a los animales mayores y aun deciden quiénes deben ser contratados para faenar sus campos en siembra y cosecha. Más aún, al sentarse al borde de estas faenas con alimento y bebida no solo controlan el trabajo de los faenantes, además evitan que el dinero a pagar por el trabajo fugue a manos ajenas.

Daría la impresión de que muchos de los analistas del fenómeno se quedan en la retina con la mujer ínclita mientras el marido produce. Esa podría ser la visión de un turista, pero no la de un analista. En zonas urbanas, abuelas y madres organizan silentemente ingresos y egresos de la familia. No hay quien no trabaje y todos, todos, aportan al fondo común familiar. Demás está decir que un niño no es el niño de las enciclopedias escolares y también aporta. Pero aparte de ello, las mujeres salen a la calle con sus negocios a cuestas. Modestos o mayores, pero habitualmente generadores de ingresos más significativos que aquellos que aporta su propia pareja.

Y su voz en el hogar, entonces, suena fuerte. Tal vez con menores decibeles que la voz del compañero, que habla más bien el lenguaje de la fuerza bruta. A fin de cuentas es lo que es en la sierra, aunque el machismo impida reconocerlo. En este contexto, la violencia ha sido acaso también malentendida. Porque es obvio que en una cultura machista ellos jamás denunciarán; pero ellas también saben pegar. Y pegan bien.

Claro está que los feminicidios son más frecuentes y llamativos noticiosamente. Pero aun allí habría que revisar la bibliografía científica y darse cuenta de que el feminicida posee una autoestima muy, muy inferior a la de la mujer. En gran medida, ello lo impulsa al único lenguaje que parece dominar: el de la fuerza bruta. Sería conveniente que nuestros periodistas conozcan que un feminicida ha estado expuesto diez días antes de su acto a noticias similares en los medios. Lo dicen los estudios científicos.

Nada de lo dicho hasta aquí justifica la violencia o el maltrato físico. Para nadie. No solo contra la mujer, aun cuando la ´moda´ nos obligue a decirlo. Con la subyacente información de que la mujer es un ser inferior e indefenso. No hagamos de la “o” un sinónimo de pene y de la “a” un sinónimo de vagina. Inconscientemente o por ignorancia lo estamos haciendo.