Mariana de los Ríos
Love, Death & Robots: un laboratorio visual de imaginación extrema
Reseña crítica de la cuarta temporada de la serie de animación de Netflix

Desde su debut en 2019, Love, Death & Robots se ha consolidado como uno de los experimentos más radicales y estilísticamente versátiles del catálogo de Netflix. Creada por Tim Miller (Deadpool) y producida junto a David Fincher (Se7en, Mindhunter), esta antología animada fusiona ciencia ficción, horror, comedia negra y fantasía con técnicas de animación que van del fotorrealismo al trazo caricaturesco. En su cuarta temporada, la serie reafirma su apuesta: romper moldes, sorprender al espectador y explorar los límites del formato breve.
La gran virtud de Love, Death & Robots siempre ha sido su libertad creativa: no hay personajes recurrentes, ni continuidad entre episodios, ni restricciones temáticas. Cada corto es una historia autocontenida, lo que permite a sus directores, guionistas y estudios de animación jugar sin ataduras. En tiempos de consumo veloz y atención fragmentada, esta estructura resulta perfecta. Cada episodio puede ser una joya o un experimento fallido, pero nunca aburrido. El Volumen 4 sigue esta lógica a la perfección: 10 episodios, 10 estilos, 10 mundos.
Entre lo más destacado de esta temporada brilla How Zeke Got Religion, dirigido por Diego Porral, una pequeña obra maestra del horror cósmico que combina animación 2D visceral con una premisa que recuerda a los relatos de Lovecraft y a los cómics de Hellboy. Situado en un bombardero aliado durante la Segunda Guerra Mundial, el episodio mezcla el realismo histórico con un enfrentamiento entre soldados y una entidad demoníaca invocada por los ocultistas nazis. La estética, el ritmo y la atmósfera opresiva lo convierten en uno de los grandes momentos de la serie.
Otro episodio memorable es For He Can Creep, basado en un cuento de Siobhan Carroll. En este relato victoriano, un grupo de gatos —liderados por el mítico Jeoffrey— enfrentan al mismísimo Satanás para proteger a un poeta maldito. Aunque la idea puede parecer absurda, la ejecución es deliciosa: la animación parece un grabado animado, el humor funciona y la voz de Dan Stevens como el diablo aporta una dimensión extra. Un corto que logra ser irreverente sin perder encanto.
The Screaming of the Tyrannosaur, dirigido por Tim Miller, mezcla gladiadores genéticamente modificados, dinosaurios, y reality show espacial. Lo bizarro funciona gracias a su espectacular CGI y una puesta en escena que se permite algunas extravagancias. Incluso incluye un cameo de MrBeast como el comentarista de las peleas, lo que subraya cómo la serie entiende y abraza la cultura pop actual sin complejos.
Lamentablemente no todos los episodios alcanzan ese nivel. Spider Rose, una suerte de historia de amor entre una cyborg y una criatura alienígena, ofrece un mundo rico en diseño y emoción, pero su final abrupto deja la historia incompleta. Algo similar ocurre con 400 Boys, animado con el estilo característico de Robert Valley: visualmente deslumbrante, con una ambientación de pandillas postapocalípticas, pero con una narrativa que deja más preguntas que respuestas.
Golgotha, otro proyecto dirigido por Miller, propone una premisa sugerente —una especie alienígena encuentra a su mesías en la fauna marina de la Tierra— y plantea un conflicto ético fascinante sobre la relación entre espiritualidad y naturaleza. Aunque impactante visualmente, no alcanza la carga emocional o conceptual de otros episodios.
En el terreno de la comedia ligera, Smart Appliances, Stupid Owners y The Other Large Thing se suman como aportes simpáticos aunque menores. El primero es un falso documental protagonizado por electrodomésticos con voz —entre ellos, Amy Sedaris, Kevin Hart y Brett Goldstein— que se quejan de sus dueños humanos. Es más una sucesión de gags que una historia con peso, pero se disfruta. El segundo, sobre un gato que intenta dominar el mundo con ayuda de un robot, es encantador en tono pero liviano en sustancia.
Close Encounters of the Mini Kind, con su técnica de tilt-shift y enfoque de invasión alienígena en miniatura, es un juguete visual, pero se queda corto narrativamente. Y por último, Can't Stop, una recreación marionetizada de un show en vivo del grupo de rock Red Hot Chili Peppers, es más una curiosidad que un episodio. Fincher dirige con oficio, pero el corto carece de conflicto o narrativa, funcionando más como videoclip que como relato.
La cuarta temporada de Love, Death & Robots no reinventa la fórmula, pero la mantiene fresca. En una época en que la industria audiovisual tiende a estandarizarlo todo, esta serie sigue siendo un oasis de creatividad libre, con espacio para el riesgo y la experimentación. No todos los episodios son memorables, pero los que lo son —Zeke, Creep, Tyrannosaur— reafirman el poder del formato breve bien ejecutado. Más que una serie, Love, Death & Robots es un laboratorio narrativo que nos muestra algunas de las posibilidades del futuro del storytelling animado.
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