Darío Enríquez

Los pilares de nuestra civilización

Los pilares de nuestra civilización
Darío Enríquez
12 de abril del 2017

La familia, el comercio y la búsqueda de la verdad

El mundo del siglo XXI, en medio de las diferencias que encontramos a lo largo y ancho del planeta, muestra rasgos hegemónicos comunes, difundidos y enraizados, si comparamos a las diversas culturas. Las nuevas tecnologías de la llamada posmodernidad impulsan una homogeneización global que coexiste con diversidades locales en tensión, conjunción e hibridación constantes. Sin embargo, es un proceso que remonta sus inicios al origen mismo de nuestra especie. Teniendo en cuenta aspectos sociales, económicos y culturales, a riesgo de incurrir en un reduccionismo que tratamos de eludir en nuestro análisis, identificamos tres elementos fundamentales y simbólicos en la emergencia y consolidación del proceso civilizatorio humano. En ese orden: familia, comercio y búsqueda de la verdad.

La familia es una institución que siguió, antes de su consolidación, un largo proceso de al menos 40,000 años en tiempos precivilizatorios del Neanderthal, del Cro-Magnon y del Sapiens (Galduf 2008). La unión de hombre y mujer, con la misión fundamental de perpetuar la especie, fue tan importante para el ser humano que la encontramos mitificada en todas las culturas humanas de la antigüedad como el inicio de los inicios. Así, el matrimonio (en tanto unión de hombre y mujer) y la familia (en tanto proyecto y realidad de esa unión) resultan un binomio indivisible en los hechos, aunque su racionalización y formalización en el entramado legal humano se haya registrado mucho después. No fue fruto de un movimiento, una idea o una petición de colectivo alguno, tampoco el capricho de algún perdido reyezuelo que luego, por arte de magia, se propagó por todo el planeta, sino producto genuino y anónimo de la transmilenaria evolución cultural y a la vez fundamento de la civilización. La consolidación de aquellas va de la mano con la emergencia y consolidación de esta.

El comercio es otro elemento fundamental de la civilización. En algún momento de nuestra prehistoria dos seres humanos decidieron intercambiar cosas que poseían, imponiéndose racionalmente una ganancia entre ambas partes en vez de resolverlo con violencia, como se hacía hasta entonces. Nace el intercambio comercial voluntario y desde ese momento hasta el “empecinamiento por agruparse en ciudades” (Polèse 2005), hay una trayectoria directa e imbarajable. Por eso la ciudad es un elemento emblemático en el desarrollo de la civilización: es allí donde se hace posible el encuentro entre oferentes y demandantes, en que el intercambio toma una escala que impulsa la emergencia de mercados que hace de la agricultura una actividad más allá de la mera subsistencia. De este modo, se hacen sostenibles los asentamientos humanos y se propicia la aparición de los primeros oficios, como expresión de experticias diversas y la producción de toda suerte de bienes. El concepto de intercambio voluntario se extiende más allá del comercio, y en lo social configura el concepto de coexistencia pacífica. Por algo Escohotado (2013) insiste en que el comercio es la actividad más noble del ser humano.

Por su lado, la búsqueda de la verdad tiene que ver con ese impulso inherente al ser humano que nos lleva al deseo de saber qué sucede a nuestro alrededor, por explicar el mundo que nos desafía y la inmensidad del espacio que nos subyuga. También encontramos en multiplicidad de mitos el mandato divino de dominar la naturaleza y ponerla al servicio del ser humano. Desde las religiones más primitivas hasta las ciencias más avanzadas, pasando por una panoplia de filosofías y visiones del mundo, todas ellas son expresiones humanas de esa incesante búsqueda de la verdad. Aunque la ciencia sea hoy el puente por excelencia desde la humanidad hacia el conocimiento, no es la única forma de llegar a él (Denegri 2012). Las llamadas visiones mágico-religiosas, e incluso las filosofías menos racionalistas, juegan y seguirán jugando un rol en ese empeño tan humano. Desde aquel momento estelar en que domina el fuego y descubre los metales contenidos en piedras, hasta la relatividad, la energía nuclear y los viajes espaciales, el ser humano cuestiona al mundo, trata de aprovecharlo para sí y responde a sus retos.

Es así que, en el largo camino civilizatorio, sobre la base de estos fundamentos, en el tiempo van y vienen instaurándose diversos valores —unos olvidados, otros imperecederos— dando forma a lo que hoy llamamos valores tradicionales. La tradición es el “pegamento” que le da continuidad al proceso civilizatorio. Las tendencias contemporáneas pretenden someter el pensamiento y espíritu humano, alejándolo de estos valores tradicionales. En este contexto, el uso que se le da al término “tradicional” es peyorativo. Se da entonces una “deshumanización” tal como la denuncia C. S. Lewis en los cursos que dicta en febrero de 1943 en la Universidad de Durham. Lo que vivimos hoy, en la posmodernidad del siglo XXI, se ve reflejado en la advertencia terminal que hace Lewis: “Pretendiendo liberarnos de todo valor (tradicional), rechazando someter nuestros descubrimientos científicos a normas morales universales, nos dirigimos sin duda hacia la abolición de lo humano en todo aquello que le es único y sagrado” (Lewis, 1974, nuestra traducción).

Darío Enríquez

Darío Enríquez
12 de abril del 2017

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