Trump, crisis en el frente interno

Mientras el mundo observa trincheras en Ucrania, ruinas en Gaza, amenazas nucleares desde Irán, ejercicios militares en el Indo-Pacífico, en medio de una guerra arancelaria, un nuevo frente se abre para Donald Trump: esta vez dentro de su propio país.

Las protestas violentas en Los Ángeles, tras las redadas migratorias, no son episodios aislados, son el reflejo de una fractura en la sociedad estadounidense, polarización ideológica que convierte conflictos internos en amenazas existenciales. Resulta irónico que Trump, empeñado en restaurar el orden global, vuelva a enfrentar el mismo caos interno que debilitó su primer mandato en 2020.

Aquel año, el asesinato de George Floyd desencadenó manifestaciones masivas bajo el lema “Black lives matter”. Las protestas se extendieron en 50 estados, con disturbios, represión y un descontento generalizado que contribuyó a la victoria de Joe Biden. Cinco años más tarde, luego de una campaña polarizada, cargada de desconfianza institucional, la historia se repite con otro detonante: la migración y el uso de la fuerza federal.

Lo que comenzó como un rechazo a la política de deportaciones, bastión de la campaña electoral de Trump, se ha transformado en una crisis nacional. Los Ángeles decretó “toque de queda” tras una noche de enfrentamientos, saqueos y vehículos incendiados. Las manifestaciones se expandieron a Nueva York, Chicago, Denver, Las Vegas, Atlanta, Filadelfia, Boston y Washington, reflejando el descontento a lo largo del país.

La respuesta del Gobierno fue contundente: 4,000 efectivos de la Guardia Nacional y 700 marines fueron desplegados en Los Ángeles para proteger edificios federales. La administración Trump alega grave peligro y amenazas de grupos subversivos infiltrados. La reacción desde California fue inmediata: el gobernador demócrata Gavin Newsom acusó al presidente de “incendiar” la situación y agravar la tensión. En contraste, en Texas, el gobernador republicano Greg Abbott apoyó el despliegue militar ante las protestas anunciadas en San Antonio, Houston y Dallas.

Más allá del conflicto institucional, la cohesión nacional está en riesgo. La división entre demócratas y republicanos supera las visiones políticas; es una guerra cultural, simbólica y jurídica sobre lo que significa ser estadounidense. No se discuten impuestos o programas sociales, sino la legitimidad misma del adversario.

En un escenario internacional marcado por tensiones militares, competencia por recursos estratégicos y una guerra comercial reactivada, la posibilidad de una implosión interna en Estados Unidos es un riesgo real. Ninguna potencia puede sostener su proyección global con una base social e institucional fracturada.

Para Trump, la crisis interna representa más que un desafío de orden público, es la oportunidad para reafirmar su autoridad, aislando a sus críticos. Pero la lógica binaria de orden versus caos no resuelve el fondo del conflicto. El país vive una crisis de identidad política, y sin un relato común sobre lo que es justo, legítimo o representativo, cualquier intento de gobernabilidad será superficial.

Si Estados Unidos no aborda la polarización desde sus raíces –migración, desigualdad, representación y racismo estructural– el próximo estallido será una continuación, no una excepción. El frente interno puede volverse incontrolable, afectando la gobernabilidad nacional, pero también la posición internacional del país que pretende liderar un mundo cada vez más fragmentado.

Estados Unidos no puede darse el lujo de pelear consigo mismo, y eso es precisamente lo que está ocurriendo. La paz social no se garantiza con presencia militar ni con discursos confrontacionales. Si la crisis no se revierte, ni Trump ni nadie podrá gobernar con estabilidad un país que se rompe desde adentro.