Carlos Adrianzén

Los controles llegaron ya

Fábricas de ineficiencia, pobreza, desabastecimiento y corrupción

Los controles llegaron ya
Carlos Adrianzén
22 de mayo del 2018

 

Dicen que el pecado preferido por el diablo es la vanidad; ese defecto, por el que nos creemos más bonitos, más inteligentes o más capaces de lo que realmente somos. En materia de política económica, los afanes burocráticos de controlar el libre albedrío de las personas (en el mercado) diciéndoles qué consumir, a qué precio y bajo qué condiciones —teniendo una probabilidad muy cercana a cero de hacerlo bien— implican una muestra supina de vanidad.

Por ejemplo, el efecto económico previsible de un control de precio es el racionamiento (léase: profundización de la escasez) del bien o servicio a controlar. De hecho, la probabilidad de que un iluminado burócrata acierte fijando un precio (de un valor) que sostenible para ofertantes y demandantes implica el ratio entre uno e infinito. Si estimado lector: cero. A pesar de ello, la vanidad lleva a más de alguna iluminada mente burocrática a pensar que puede hacerlo.

Así las cosas, cuando el iluminado se equivoca para arriba (es decir fija el precio por encima de su valor de mercado), el consumidor pierde —pagando más— y el productor ve inflada su utilidad. Claro está, como un precio más alto atraería a ofertas sustitutas o a nuevos ofertantes, el control encarecedor viene usualmente con una licencia (monopólica). Y eso, como diría un servidor estatal corrupto, es otro precio.

Aquí la buena noticia la da el hecho de que los controles de precios encarecedores son impopulares y bastante raros (salvo en el caso de las empresas públicas). Los burócratas cazurros encuentran este como un camino complejo; aunque lo justifican usualmente como ofertas subsidiarias, vociferando que los privados no desean invertir en ese sector. Y no desean hacerlo justamente por la batahola de regulaciones y tratamientos especiales que se introducen previamente. Sobre este caso, debo insistir que cualquier paralelo con el accionar del banco comercial estatal es producto de la casualidad. ¿No?

Pero el grueso de los controles de precios son políticamente introducidos y abaratadores (o demagógicos). Cuando el iluminado burócrata —dizque técnico— fija hacia abajo un precio, todos son parabienes y apariencia. Como en los aciagos días del corrupto régimen de la Izquierda Unida y el Apra, o en las colapsadas Cuba o Venezuela actuales, al principio muchos toman la barbaridad como un regalo del Gobierno.

Nos dan dólar barato, medicamentos baratos o servicios públicos baratos, cómodos y sociales, repiten. Pronto se descubre que los medicamentos o servicios a precios controlados desaparecen, emergen las interminables colas o, en su defecto, la oferta con precio controlado deteriora significativamente sus contenidos. Y también aparecen otros productos no controlados a precios no pocas veces exorbitantes.

¿Quiénes ganan y quiénes pierden aquí? Ganan los políticos demagogos. A pesar de la miríada de ejemplos fracasados en nuestro país y el enorme daño causado a los más pobres o vulnerables y al dinamismo económico del país, los controles de precio son muy populares. Introducir uno es un camino rápido para ser presidente del Congreso y mañana —¿por qué no, estimado Johnny?— presidente, al estilo Alan I.

Pero ganan también los empresarios y la corrupción burocrática. Los niveles de los controles de precios se consensúan (como en los tiempos del dólar MUC) y la rentabilidad de las empresas con precios controlados se inflan escandalosamente. Recordemos la rentabilidad sobre el patrimonio de un banco comercial peruano en los años ochenta (bajo las administraciones de Acción Popular y la alianza Apra-Izquierda Unida). Esta rentabilidad superaba el 220% anual. Más de diez veces mayor que la actual (a pesar de las deudas de mayor liberalización financiera aún pendientes).

Si bien resulta hediondo reconocer cómo estos dizques justicieros defensores de los controles de precios siempre terminan trabajando para los intereses de los empresarios que públicamente declaran denostar, lo peor pasa por reconocer que los controles —en un país con la débil institucionalidad que nos caracteriza— implican una fábrica ilimitada de corrupción. Y de congresistas, burócratas y mercaderes millonarios a costa de los precios de los medicamentos, servicios públicos o productos básicos.

Si, estimado lector. Los controles de precios —esas comprobadas fábricas de ineficiencia, pobreza, desabastecimiento y corrupción burocrática— están regresando aceleradamente. No basta con que arrastremos un dólar controlado (al que por pudor el Banco Central de Reserva llama “administrado”) que nos ha costado billones de dólares mantener, ni que hayamos controlado por años el precio de los hidrocarburos con el demagógico Fondo de Estabilización de los Combustibles (con otra factura de billones de dólares mal asignados desde su creación). En la actualidad, este Congreso timorato, atontado y carente de agallas, que abdica con extrema facilidad de sus más elementales responsabilidades constitucionales de legislar en materia tributaria, desea controlar los precios al estilo Izquierda Unida o Frente Amplio.

Así, dos conocidos iconos de la politiquería local, el congresista Velásquez y el congresista Lescano, se alinean cabildeando diversas iniciativas de control de precios para encarecer los medicamentos y elevar la rentabilidad de las empresas y cadenas del sector, así como enriquecer velozmente a algún burócrata iluminado. Todo esto, nótese, a costa del empobrecimiento de los consumidores peruanos y de los centenares de muertos por encarecimiento/desabastecimiento de medicamentos esenciales.

 

Carlos Adrianzén
22 de mayo del 2018

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