Neptalí Carpio

Los cimientos de la probidad republicana

En el hogar, la escuela, la comisaría y la iglesia

Los cimientos de la probidad republicana
Neptalí Carpio
23 de mayo del 2019

 

Están muy equivocados quienes crean que con la culminación exitosa de los procesos —a propósito del caso Lava Jato, del Club de la Construcción y los Cuellos Blancos— la corrupción sufrirá un golpe mortal. Incluso una eficiente implementación de un plan anticorrupción en las altas y medianas esferas del Estado no sería suficiente. La reversión de este mal endémico, para ser sostenible en el tiempo, tiene que empezar por los cimientos de nuestra república, ahí donde las instituciones y espacios tienen la responsabilidad de irradiar un nuevo espíritu republicano, contagiando a toda la sociedad y el Estado.

Esas instituciones y espacios son la escuela, la familia, el municipio, la comisaría, las iglesias y la comunidad. Deben ser los factores de control social y de socialización de valores y nuevas prácticas de probidad, transparencia, amor al trabajo y a la puntualidad, ahorro y vocación por decir siempre la verdad. Es ahí donde las generaciones se impregnan, como una poderosa fuerza de la costumbre, de una nueva ética y formación socioemocional, que hará muy difícil el surgimiento de generaciones proclives a la cultura del dolo y la utilización del Estado para beneficio propio. En aquellos países donde funcionan estas instituciones de control social y de socialización positiva, la corrupción está reducida a su mínima expresión.

El gran problema del Perú es que en buena parte de estas instituciones —donde, como decía Montesquieu, surgen los poderes intermedios— no predominan los valores y prácticas señaladas. ¿Cómo podría ser la familia un sólido espacio de irradiación de valores cuando, según las propias cifras oficiales, el 70% de los casos de violencia y de violaciones se originan en ella, y en familias de diversas clases sociales? ¿Cómo podrían ser los 1,855 municipios escuelas de democracia y de transparencia, cuando funciona, desde hace décadas, un sistema municipal en el que la cultura del dolo es extendida y se tolera el tráfico de terrenos, la corrupción de menor y mediana cuantía, casi en la mayoría de dependencias, y en el que funciona también un sistema alcaldista que se sustenta en el clientelismo, el culto a la personalidad y la informalidad perpetua?

¿Cómo podría ser la escuela un potente espacio de socialización de valores éticos desde las nuevas generaciones si en ellas se tolera el tráfico de notas, la impunidad frente al acoso sexual y la diversidad de prácticas entre el maestro y el padre de familia para, a como dé lugar y con prebendas, lograr que un alumno no repita de año? No podría serlo, además, si los directores de los colegios no tienen la suficiente autonomía y, a la vez, el control de instancias superiores para desatar experiencias de gestión pedagógica en las que el civismo, los municipios escolares y la participación de los padres de familia, generen las primeras experiencias para que el alumno tome conciencia del manejo de la gestión pública, con alcaldes escolares que conozcan la Constitución y la manera como funcionan el Estado y la municipalidad.        

Otra situación crítica es la de las 1,397 comisarías que hay en el Perú. Diversos estudios han señalado que esta entidad de la Policía Nacional es el eslabón más débil para implementar una estrategia de seguridad ciudadana. También es el espacio, donde la delincuencia logra corromper a los comisarios y policías. El éxito de los operativos contra el crimen organizado es realizado por los grupos de élite de la PNP y no las por las comisarías. Prueba de ello es que, cuando realizan operativos, se cuidan mucho de que las comisarías tengan la información, por los vasos comunicantes que hay entre estas dependencias y los diversos grupos delincuenciales. La comisaría no es, pues, un espacio estatal que proyecte seguridad y la inmediatez para la captura del delincuente. Hay excepciones, por cierto, pero son una minoría de comisarías que cumplen a cabalidad sus funciones.  

La iglesia podría cumplir un rol trascendental frente a este propósito. Además del positivo rol tradicional del catolicismo en sectores medios y populares, el cambio más importante es la extensión masiva de las iglesias evangélicas, sobre todo en sectores populares. En cierto sentido, estas iglesias han llenado el vacío que han dejado los partidos políticos, especialmente de las izquierdas y el Apra. Si hace 30 años se podía observar locales o comités partidarios de proselitismo masivo por todo lugar, ahora la organización partidaria ha sido reemplazada por pequeñas, medianas y grandes iglesias, las que se pueden encontrar por cualquier distrito o barrio. Desafortunadamente, predomina en ellas una fe conservadora, encapsulada y divorciada de los problemas reales y latentes de la comunidad. En lugar de liderar una movilización confesional de paz frente a la violencia familiar, el machismo y la corrupción, el predicamento de sus líderes ha inventado una contradicción que en el imaginario de los feligreses resulta insalvable, pero profundamente regresiva: el supuesto peligro de homosexualización que estaría difundiendo la educación oficial. Pero esa prédica entra en entredicho moral con los diversos casos en los que los pastores evangélicos han hecho de las iglesias un vehículo de enriquecimiento, de hipocresía, de doble vida y de diversas formas de lavado de activos.

Por ahora, la prioridad frente a la corrupción debe ser la necesaria reforma política. Pero debemos llegar a un momento en el que se produzca la otra reforma, quizás la más importante: transformar la escuela, modificar la estructura municipal, evitar que las comisarías sean enclaves institucionales de la policía, sin ningún tipo de control de la comunidad y del gobierno local. Y si algún efecto debe tener el enfoque de género en la escuela, para fomentar igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, es una modificación de las relaciones en la familia, para convertirla en el espacio natural de tolerancia y lealtad entre sus integrantes, y donde no existan mentiras o medias verdades. Y eso supone una necesaria derrota de la tendencia conservadora en las iglesias.

El dilema es que en una sociedad en la que los medios de comunicación están altamente concentrados, resulta difícil que las cámaras, los noticieros, los reportajes y las luces pongan prioridad en la transformación de estas instituciones y espacios. Al morbo mediático no le parece rentable este propósito. En ese caso, habría que imaginar estrategias, potenciar la televisión digital y las redes sociales para que las Tecnologías de Información y Comunicación incidan en la fragua del mundo local y barrial, ahí donde en realidad deben forjarse los cimientos de una sostenida probidad republicana. De hecho, las redes sociales son el otro factor contemporáneo para lograr este propósito.

                                             

Neptalí Carpio
23 de mayo del 2019

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