Mariana de los Ríos
Black Mirror: el futuro no es lo que solía ser
Reseña crítica de la séptima temporada de la exitosa serie de televisión

En su séptima temporada, Black Mirror continúa cambiando. El británico Charlie Brooker (Reading, 1971), creador y alma de esta serie antológica que redefinió la ciencia ficción contemporánea, esta vez parece menos interesado en provocar con tecnología distópica y más enfocado en explorar los límites emocionales de sus personajes. El resultado es una entrega que, sin renunciar del todo a su ADN distópico y oscuro, se siente más humana, más cálida y, por momentos, más melancólica.
Esta temporada consta de seis episodios que recorren casi todas las variantes del “estilo Black Mirror”: desde sátira feroz sobre las corporaciones tecnológicas, hasta cuentos de ciencia ficción emocional que recuerdan a la película Her (2013). Lo más novedoso es que hay una sensación de recorrido interno: la serie no solo dialoga con el mundo actual, sino también consigo misma. Es como si Brooker estuviera revisando su propia creación, preguntándose qué sigue teniendo sentido en una época en la que la tecnología real ya ha superado a la de muchas de sus antiguas ficciones.
El episodio inaugural, “Una pareja cualquiera”, es un ejemplo perfecto de esta transformación. A primera vista, parece uno de los clásicos: una pareja trabajadora enfrenta una tragedia personal y una solución tecnológica con consecuencias imprevisibles. Pero, a diferencia de temporadas anteriores, aquí no hay juicio moral ni giro cruel. Hay compasión. La crítica al capitalismo digital está presente, sí, pero al servicio de una historia íntima, en la que el dolor y el amor importan más que el impacto narrativo. En lugar de explotar la desesperación, Brooker opta por acompañarla. Es menos un grito de alarma que un susurro de advertencia.
La vena más tradicional del show reaparece en “Bête Noire”, aunque con resultados desiguales. Esta historia sobre rivalidades laborales y paranoia encarnada en dos personajes femeninos intensos –muy bien interpretados por Siena Kelly y Rosy McEwen– pretende ser una pesadilla cotidiana, pero no termina de hacer daño. La atmósfera es tensa, el ritmo es correcto, pero falta filo. La sensación es que la serie quiere jugar con sus herramientas de siempre, pero ya no cree tanto en ellas.
El segundo bloque de episodios demuestra que Black Mirror todavía tiene cosas nuevas que decir, especialmente cuando se permite desviarse de sus fórmulas. “Hotel Reverie” es un experimento caótico, y lamentablemente fallido, que mezcla nostalgia cinéfila con crítica al modelo de producción actual en Hollywood. No todo cuaja –el tono oscila entre la comedia y el drama sin llegar a integrarse del todo–, pero la idea central es provocadora: ¿qué pasa cuando la IA no solo revive películas, sino también emociones perdidas?
“Juego” es otro episodio que brilla más por su energía que por su mensaje. Una especie de derivado de “Bandersnatch”, combina estética retro con un thriller de futuro cercano protagonizado por un enigmático Peter Capaldi. Es un juego de espejos entre presente y pasado que sugiere que nuestra obsesión con la nostalgia digital puede ser tan peligrosa como cualquier algoritmo invasivo. No es el episodio más profundo, pero sí uno de los más divertidos y mejor realizados.
La gran sorpresa llega con “Apología”, una joya de narrativa contenida que se atreve a desmarcarse por completo del tono habitual de la serie. Paul Giamatti interpreta a un hombre mayor que reconstruye un amor perdido a través de una interfaz de memoria artificial. No hay amenazas, ni giros oscuros, ni advertencias tecnológicas. Solo una historia humana, sutil y conmovedora, que plantea que la tecnología puede ser también un puente hacia la introspección y la redención. Aquí, Black Mirror toca un nervio distinto: no el del miedo al futuro, sino el del arrepentimiento del pasado.
Finalmente, “USS Callister: Infinito” cierra la temporada con un regreso inesperado: la primera secuela directa de un episodio anterior. Aunque bien producida y entretenida, esta entrega no tiene el impacto de la original. Funciona como espectáculo de ciencia ficción, con buenos momentos de acción y humor, pero carece de la tensión moral que hacía tan perturbador al “USS Callister” original. Aun así, sirve como síntesis del nuevo enfoque de la serie: menos sermón, más espectáculo, sin perder del todo la intención crítica.
Esta séptima temporada de Black Mirror no intenta repetir sus mayores éxitos, sino repensarlos. La serie se cuestiona a sí misma y busca crecer, aunque eso implique asumir ciertos riesgos. Algunas veces acierta, otras se queda a medio camino y otras fracasa, pero el esfuerzo por evolucionar es evidente y destacable. Charlie Brooker parece haber entendido que en un mundo donde lo distópico se ha vuelto rutina, el verdadero desafío es recuperar la empatía. Este “espejo negro” ahora refleja menos nuestros peores miedos y más nuestras emociones más complejas.
La serie Black Mirror está disponible en Netflix.
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