Leer por toneladas

Uno de los mitos sembrados en casa es que leer era un presupuesto del éxito y leer sobre todas las disciplinas era ese “saber cósmico ambicioso” que refería Luis Alberto Sánchez, un curioso omnímodo cuya obra reposa íntegra y subrayada en mi biblioteca. Por Sánchez supe de Pedro Peralta Barnuevo (1663-1743), también en su momento rector de San Marcos –un eminente polígrafo sabio en matemáticas, gramática, astronomía y letras– dominaba varios idiomas y lenguas tan disímiles como el latín y el quechua. Como a Sánchez, a Peralta lo habrían de llamar “el doctor Océano”.

La erudición es la información acumulada y la inteligencia es el uso complejo de las relaciones semánticas para lograr soluciones a problemas progresivamente más complejos. La lectura muy temprana de los métodos de pensar de Balmes, la lógica aristotélica, la historia de la ciencia, buena parte de Freud y otros habitantes de la vieja casa fueron mi primera aproximación temprana a esa búsqueda que se suponía reportaría una utilidad mucho mayor al promedio. “El que estudia triunfa” era un lema universal. Acumulador de libros, lector, ávido creyente en la justicia que ciñe el laurel en la cabeza de los que calcinan pestañas, nada detuvo la disciplina de leer hurtándole horas al sueño.

Lo cierto es que la vida iba revelando que el lema auroral no era preciso, pues “el que logra mejores relaciones públicas” es quien triunfa, quien triunfa más y mejor. La vida no se hacía, así, en base a millones de páginas luminosas encerradas en el cerebro, sino en razón de a cuánta gente importante conoces y cuántos estarán dispuestos a jugársela por ti, incluso como electores en urnas. La vida es un libro fundamental que no hincha los ojos como las letras, pero enseña que el demérito prevalece socialmente y que cualquier desleído descriteriado ocupa un escaño, un cargo o se la hace de millones sin que la UIF se las huela siquiera.

Cuando la Universidad Católica (por un momentáneo quiebre familiar) me otorgó una beca para seguir en ella y un ingreso mensual para libros (cuando era otra PUCP) lo hizo en la fe de lo que podría lograr, no quiso dejarme marchar. Actualmente te marchas de una universidad privada para intentar la pública si tu padre quedó en rojo. Leer servía entonces, pero el poder del conocimiento fue rebatido más tarde por una realidad en la que el mediocre, el corrupto o el malvado eran obsequiados por el mérito de sus relaciones y de su suerte. La meritocracia del chambón y del relacionista a perpetuidad no es igual que la del que sabe o piensa.

Sin formación lectora no hay autoridad intelectual, pero el kilometraje lector sirve de poco para la vida práctica. Marco Aurelio Denegri era el polígrafo por excelencia, voraz lector; pero sutilmente se quejaba de la diferencia de trato entre una popular conductora de televisión y él. El mercado dispone mal, como mal dispone el electorado.

Una encuesta de 2019, llevada a cabo por Kindle y Kelton Global en trece países, señaló que todos creen que leer mucho “mejora nuestras relaciones y nos ayuda a conectar con otras personas, entre otros beneficios para la vida”. Pero no leer nada en absoluto le ha traído más beneficios a muchos desleídos, algunos hasta la más alta magistratura alcanzaron porque la ignorancia y la estupidez operan como una virtud, tanto en el que corona como en el coronado. No todos los que fundan una universidad son bibliotecas andantes, como usted sabrá.

Tecleando esta mañana en medio de una biblioteca personal repleta “de todo” y tras leer el historial de Pedro Castillo para una nota que me piden, vierto las letras de este artículo apenas como una sutil ironía.