Carlos Adrianzén
Las incertidumbres de este 28
¿Quién podría imaginarse al presidente haciendo gala de lucidez y valentía?
El discurso presidencial de este 28 de julio llega con un alto grado de incertidumbre. Se presenta como otro de esos eventos que los aventureros adoran y que los que desean el bien común repudiamos. Así, a menos de una semana, ni siquiera queda claro que se dé, al menos dentro del cauce constitucional. Es que los ruidos y murmullos políticos de estos días no lucen ecuánimes. De hecho, las argumentaciones de cada uno de los bandos de estos días resultan muy polarizadas y no sugieren lucidez.
Un primer punto de incertidumbre implica que no se den accidentes constitucionales. Esto, no solamente porque el Perú no detenta la predictibilidad institucional de Suiza o Alemania, sino porque históricamente los efectos económicos de los accidentes constitucionales pasados siempre resultaron nefastos. No solo por el paralizante ruido político asociado al quiebre; sino por —en el grueso de estos episodios— los nefastos efectos que las ideas económicas que sus constituciones políticas implicaron sobre las décadas subsecuentes.
Como correlato de esta observación, recordemos el hediondo quiebre militar de 1968. Recordemos su nunca bien registrada corrupción burocrática, sus pócimas mercantilistas-socialistas, la prostitución institucional que impuso y su destructiva Constitución Política (promulgada el año 1979). Por todo esto, aspiremos que este 28 no nos traiga sorpresas, y que aún manteniendo el esquema estatista post 2011 se den elecciones generales libres (léase: sin voto electrónico) el 2021. De darse esto. ¿Qué debería y qué podría decirnos en su discurso de Fiestas Patrias el famélico sucesor de Pedro Pablo Kuczynski?
Aquí las diferencias son marcadas. Una cosa implica lo que Vizcarra debería hacer hoy si súbitamente adquiriese buen juicio económico, y otra lo que puede hacer un presidente que se comporta como un esclavo de la búsqueda de popularidad. O para ser más preciso: de la —dizque— legitimidad que le han hecho creer que darían las encuestas.
En la primera línea el camino se dibuja meridiano. Debería revertir frontalmente los errores recientes de política económica, consolidar instituciones y reforzar las reformas de mercado. El que hoy casi nadie —posiblemente con toda la razón del mundo— espere esto es un activo valioso para Vizcarra. Le podría proporcionar un bono político a modo de un boom de confianza o lucidez.
En términos de acciones concretas, revertir los errores de manejo económico heredados de Humala y Kuczynski, implica limpiar factores depresores de la inversión privada. Es decir y por ejemplo, borrar la ilusa tributación antielusiva, optimizar la regulación del sector eléctrico, flexibilizar las regulaciones laborales y medioambientales y —fundamentalmente— enfocar la política fiscal, transitando desde la creencia en un impulso fiscal hacia la mejora masiva en la eficiencia, calidad y transparencia del gasto estatal, a todo nivel de gobierno. Aquí, específicamente, la idea de reducir el número de ministerios (por ejemplo, de 19 a solo cinco) podría implicar reveladoras ganancias en eficiencia, transparencia y cobertura de los servicios públicos. Y esto, haciendo gala de austeridad. ¿Pero quién podría imaginarse al Martín Vizcarra —hoy temeroso frente al espirituoso alcalde arequipeño— haciendo gala de lucidez y valentía?
Bueno pues, un presidente encadenado a una falsa legitimidad (otorgada por las encuestas que contrata) puede creer que todo marcha muy bien en materia económica, o que esta no afectaría su popularidad. Y estaría muy equivocado. Puede pretender que dos años pasan volando o que ceder (por aquí y por allí) jugando a inflar gastos y optando por un nuevo engaño previsional al estilo argentino, le daría el aire que necesita. Es decir, que un discurso repleto de cesiones y regalitos será suficiente. Que nadie se quejaría. Pero la realidad sería drásticamente diferente.
La gente ya sabe que el Gobierno peruano ya ha desvalijado jubilaciones en los ochenta, que su empleo y el de sus hijos no volverá, que —gracias a las regulaciones que el Gobierno no toca— pagamos en nuestros hogares el doble por la electricidad que consumimos, o que hoy crear una empresa con todas las de la ley implica una quimera de vida corta. Esto gracias al déficit de infraestructura y los abultados impuestos y regulaciones que los ministros incrementan semana tras semana.
El presidente podría descubrir que horas después del cierre de los Juegos Panamericanos sus mismos socios de izquierda —dentro y fuera del gabinete— lo abandonarán con cierto entusiasmo. Que apenas estará caminando en el tercer trimestre de este año y la recesión ya sería difícil de esconder. Que la impopularidad de su ignoto ministro de Economía y del directorio del Banco Central de Reserva explotará dentro de un gabinete como el actual, esclavo de ideas mercantilistas y socialistas. El presidente se acordará entonces de la oportunidad perdida estas Fiestas Patrias. Y será más consciente de la aciaga diferencia entre lo que debió y lo que pudo hacer.
Hoy nadie le puede predecir cuál será su suerte al dejar el sillón de Pizarro, en medio de los inagotables escándalos de corrupción (con delaciones incluidas) y en manos de un aparato judicial dirigido. Lo que resulta fácil de anticipar será su oscuro lugar en los libros de historia. Si, como todo parece indicar, se queda inmóvil apostando a cambiarlo todo —incluyendo el régimen económico de la Constitución— para que nada cambie.
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