Francisco Swett

Las enfermedades mentales y la política

La disfuncionalidad del gobernante va de la mano con la de la sociedad

Las enfermedades mentales y la política
Francisco Swett
27 de julio del 2020


El Síndrome de Atención Deficitaria e Hiperactividad (SADH, en inglés ADHD) es una enfermedad mental que afecta a niños que, al llegar ser adultos, mantienen la condición, con menor o mayor severidad, en una proporción del 85%. Los síntomas incluyen sociopatía y egocentrismo, incapacidad para sostener diálogos y formar parte de grupos estructurados. Son individuos emocionalmente inestables y lo demuestran físicamente por una constante inquietud; no pueden terminar las tareas ni concentrar la atención. Los afectados por el SADH son reacios a esforzarse mentalmente, son olvidadizos y se pasan los días soñando despiertos. Su comportamiento es universal en cualquier circunstancia de la vida: sea en el colegio, en la casa, en el trabajo, y, por cierto, en el ejercicio de la política. 

¿Cuál es la incidencia de SADH en la población adulta? No existen estadísticas universales, pero las estimaciones derivadas para los Estados Unidos se basan en la presencia de la enfermedad en un 10% de los niños y, por lo anteriormente expuesto, una incidencia en adultos de alrededor de 8%. Podemos, en cualquier caso, afirmar que en la cultura latinoamericana es muy común referirse a personas “distraídas” e “inquietas” como una condición del carácter y no de una perturbación mental.

Me he referido al “ejercicio de la política” porque, al hacer la enumeración de los síntomas asociados al SADH resulta que tales características sobresalen en la población de políticos, de ambos sexos, y en frecuencias significativamente mayores a las observadas en la población en general. 

Los líderes, para ilustrar la afirmación, anteponen su “yo” a las consideraciones y circunstancias de sus interlocutores, y el caudillismo es una manifestación evidentemente sociopática. Se requiere una personalidad inquieta para caminar las calles y los campos tratando de convencer a los potenciales seguidores, o a armar los consabidos rebaños de borregos. El lenguaje del populismo es alérgico al esfuerzo mental pues lo que enardece a la masa es la retórica, los insultos al contrario y la buena función circense que ofrece pan antes, durante y después de la jornada. Puede presumirse que el síndrome es contagioso pues cuando el demagogo teje una narrativa fantasiosa logra que sus adeptos sueñen despiertos. Que son olvidadizos no requiere prueba alguna pues está ampliamente demostrado; es proverbial la atención al electorado en la búsqueda de los votos seguido, de inmediato, por un caso irreversible de amnesia profunda. Finalmente, ¿cuántos políticos conocemos o recordamos que son capaces de escuchar, entender y actuar sobre los temas que no les interesan u oír noticias desagradables? 

Ahora bien, la disfuncionalidad mental en el ejercicio político es más grave que una simple dolencia de SADH. La megalomanía es una expresión exagerada de la sociopatía, y el abuso del poder es la manifestación del desprecio a la gente. La corrupción, el poder económico, el amarre político con los recursos públicos y los dineros de los contribuyentes, la persecución de los contrarios, y el uso indiscriminado del poder del Estado son síntomas de un síndrome de un quemeimportismo creciente cuyos efectos se dan por la pérdida progresiva de los sentidos. El gobernante corrupto pierde inicialmente el sentido del oído volviéndolo selectivo al elogio y refractario a la crítica; luego perderá la vista de los problemas y será asaltado por la miopía de sus propias visiones; el gusto por el poder absoluto le quitará la importancia a todas las promesas rotas; y no requerirá del olfato hasta que le llegue la hora de caerse del poder pues habrá perdido el tacto para percibir las realidades que son reveladas por la intuición de la que se valió para obtener el poder.

La disfuncionalidad del gobernante, además, va de la mano con la disfuncionalidad de la sociedad, o por lo menos de una parte importante de sus integrantes. Aquello del “vox populi, vox Dei” es un aforismo negado por la evidencia de las memorias cortas, de las conveniencias de los grupos de poder, y de la poca capacidad de rebelión de las masas. Hay “cabezas rapadas” adoradores de Hitler, como los hay seguidores, en aparente cerrada formación, de Rafael Correa en Ecuador. Hablar razones es inútil, y presentar pruebas escapa el entendimiento de los adoradores. Se crean así imaginarios que engatusan a la gente con recurrencia permanente. Es una prueba plena de la memoria corta o selectiva que domina, por los números, las estructuras democráticas y determina la suerte de los países. 

¿Qué se puede concluir? Ciertamente, los trastornos de la mente son ubicuos. Que la inteligencia es minoritaria. Que la locura individual y colectiva prevalece.

Francisco Swett
27 de julio del 2020

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