Rocío Valverde

La odisea del transporte en Lima

Un caos que nos llena los cielos de smog

La odisea del transporte en Lima
Rocío Valverde
15 de enero del 2018

 

Lima me ha dado un excelente mes de diciembre, lleno de reuniones y desayunos familiares acompañados siempre de tamales, camotes, chicharrones, sangrecita y salsa criolla. Ha sido un lindo engorde navideño, en el que me cebaron y me deje cebar. El único punto de desencuentro con la ciudad ha sido el transporte público.

No estoy descubriendo la pólvora al sentenciar que el transporte en Lima es un caos que nos llena los cielos de smog. La ciudad ha crecido sin control y unas cuantas rutas de buses no cubren la demanda. ¡Es que ni un metro va a cubrir la demanda! Para moverse de un punto de la ciudad a otro hay que prepararse mentalmente, hacer cuentas y tomar decisiones que pueden afectar tu plan del día ¿Hoy prefiero llegar rápidamente usando el bus metropolitano a sabiendas de que, como mínimo, seré aplastada y empujada durante 20 minutos? ¿Es acaso mejor ir cómodamente en un taxi que estará atascado en el tráfico durante al menos una hora, tiempo en el que violará unas veinte reglas de tránsito y en el que quizás nos reventarán la ventana con una bujía?

Realicé mi primer trayecto al centro de Lima utilizando el metropolitano. Era un miércoles a las once de la mañana. Inocentemente pensaba que a esa hora todo el mundo estaría en el trabajo y el bus vendría relativamente vacío. Llegó el primer bus repleto de gente. De ese autobús solo salías con un abrelatas. El segundo, tercero, cuarto y quinto bus pasaron igual de llenos. Teníamos que sumergirnos en algún mar de sardinas o aceptar que habíamos sido vencidos por el sistema. Tras perder todo respeto por el espacio personal, empujar y ser empujados, conseguimos subir a un bus y viajar, cachete con cachete, durante veinte minutos, para llegar al fin a la estación central. En ese momento me sentía como en un concierto de rock. La masa de gente me sacó del bus como flotando, solo faltaba que alguien cantara “You’ll never walk alone”.

Mi segundo trayecto fue en un taxi. Estaba con mis padres, mi abuela y mi esposo. Todos habíamos comido en una sangucheria. Mi esposo había probado una botella de cerveza peruana y el alcohol se le había subido bastante a la cabeza. Se subió sonriendo al asiento de copiloto súper confiado como un corderito. Su expresión cambiaría en los siguientes minutos, pues sin saberlo ramos los extras en el rodaje de “Rápidos y furiosos”. Mi esposo se puso el cinturón y se agarraba de la puerta del taxi mientras el conductor serpenteaba las avenidas como Dominic Toretto, adelantando a carros, micros, peatones y trailers.

Mi esposo miraba los espejos laterales porque alguien en ese vehículo tenía que hacerlo. Tras una hora de casi choques y cuatrocientas tocadas de claxon llegamos a casa. Mi esposo bajó del taxi y notamos que el bronceado de dos días se le había borrado del susto. Ese día me preguntó por nuestro seguro de vida, llamó a sus padres y no cenó. ¿Lima había roto su espíritu? No por completo. El amor al pollo a la brasa es más fuerte que su miedo a los taxis de la muerte y promete volver.

Debo confesar que no le veo una solución al transporte en el corto plazo. Habría que tomar medidas bastante duras, como restringir la circulación de los taxis informales y aplicar multas por cada infracción que los conductores cometan, aunque lleguen a dos faltas por cuadra recorrida. Se debe de implementar un sistema de transporte integral con trenes de cercanías, más corredores del metropolitano, expansión de las líneas de metro y, por dios, solamente taxis municipales certificados. Solo con un sistema de transporte en condiciones puedes obtener la suficiente autoridad como para pedirle a la población que no use su transporte privado. ¿A cuántos años luz estaremos de esa utopía?

 

Rocío Valverde
15 de enero del 2018

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