Raúl Mendoza Cánepa

La máscara roja

Ser fuerte para triunfar en todos los ámbitos

La máscara roja
Raúl Mendoza Cánepa
28 de enero del 2019

 

El modelo de comportamiento que se impone en una sociedad moderna y competitiva es ser fuerte o aparentar serlo, porque cualquier señal de debilidad delata una pieza fallida que se debe expulsar del sistema. Cuando el promedio de desempleo y pobreza es alto en el mundo o el éxito atañe a un pequeño porcentaje de la humanidad, o cuando los problemas personales o familiares no libran a nadie, se debe pensar que no se vive en un mundo (inalteradamente) feliz como Huxley lo imaginaba, sino en uno en el que colocarse una máscara es la ley de sobrevivencia.

Nos mostramos alegres y exitosos “para que los demás piensen” que lo somos, pero esa “máscara” (“persona”, traducción del latín) no es la persona genuina que nos habita sino una representación. Nos llaman a “no llorar” y a “no ser débiles”, al menos no en público, por tanto quedarse con la máscara es la respuesta saludable de una persona saludable que seduce y manda.

Nos dicen que para solicitar ayuda no debemos mostrar nuestros apuros sino nuestra brillantez (como si los apuros y la brillantez no pudieran coincidir en un mismo cuerpo). Aunque, por azares, la vida se te derrumbe, debes ensayar la risa para la foto. Me preguntaba un escritor sobre el éxito y le respondí con la autenticidad de quien no teme nada porque lo ha pasado todo: “el éxito es no tener expectativas”. Desde luego, implica no aspirar a un puesto, no amar, no desear la casa de los sueños ni ser un cazador furtivo de la felicidad, que es un animal elusivo cuando se sabe buscado.

Los taoístas debieran ser, por tal, los más felices de la Tierra, porque toda su filosofía se encierra en la inmovilidad, en la nada y, sobre todo, en el contento con esa vida sencilla que no se mueve hacia ningún lugar. Por tramos la respuesta pareciera la de un orientalista que ha logrado el desapego; pero vivir en Occidente es competir, soñar, amar, angustiarse, perder, sufrir. Ese es el programa y es el juego, que impone la ilusión de ser competitivos, sólidos y sumar cartones (que no te hacen más sabio ni más bueno ni más inteligente en el campo de juego…).

Ser fuerte para ser aceptado en todos los ámbitos que tiene la vida supone sonreír, no estrujar el entrecejo por una pena y menos aún permitir que los demás te vean así. En alguna ocasión, un juego teatral me permitió comprobar mi vieja hipótesis. Era un grupo más o menos amplio y cada uno debía elegir una máscara. Unos optaron por las más angelicales, otros por las más tristes y la mayoría por las neutras; pero en el fondo quedó una máscara roja, malévola, audaz, dominante y signada por una sonrisa perversa. En el juego, solo una máscara reinó y arrastró al grupo, unos sometiéndose a ella, algunos o algunas capturadas por esa personalidad que (como un hechizo) transmutaba en la propia personalidad de quien la tenía (incluso alguien se arrastró tomándome los tobillos). Era ser el rey malo y, quizás por tal, el personaje más deseado de la obra. Los demás permanecieron en el limbo, en una nulidad inerte a contrapelo de esa máscara que desde esa ficción mandó y fue brevemente feliz. “Si en la vida real fueras así, serías extraordinario. Ha sido una gran actuación”, dijo alguien desde su asombro fugaz y enamorado.

Quitadas las máscaras nos convertimos en los mismos de siempre y esa máscara roja, como en el cuento de Poe, ya lo había arrasado todo con su influjo de poder, mostrando para la desazón que “parecer” tiene más impacto que ser, y que el misterio del mal puede ser más tentador, para muchos, que la inocua pasividad del bien.

El escritor me preguntó si era buen negocio ser “bueno”. El mal negocio parecería “vivir pareciendo”, respondí, sorbiendo del aire espeso de esa noche en la que soñé que a todos se nos caían las máscaras, dejando a la vista nuestros rostros en su frágil desnudez.

 

Raúl Mendoza Cánepa
28 de enero del 2019

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