José Elice

La innecesaria complejidad del Estado peruano

La innecesaria complejidad del Estado peruano
José Elice
30 de septiembre del 2016

Por su estructura y por los procesos basados en el espíritu tramisero

Estado peruano: 1) Tres poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial); 2) Diez instituciones públicas autónomas; 3) Veinticinco gobiernos regionales; 4) Cerca de doscientas municipalidades distritales; 5) Más de 1,700 municipalidades distritales; y 6) Cerca de 2,300 centros poblados menores.

En cuanto a los denominados poderes del Estado —esto es, el Legislativo (Congreso), el Ejecutivo y el judicial— de ellos se desprenden diversos órganos. En el caso del Congreso se trata de los órganos internos que sirven para gestionar los procesos mediante los cuales la entidad cumple sus funciones: de representación, legislativa y de control político. En lo que respecta al Poder Ejecutivo, la cantidad y variedad de órganos que de él dependen impiden mostrar su organigrama con facilidad. Es enorme. Y en cuanto al Poder Judicial, igualmente se desmembra en muchos órganos —aunque con escasa variedad y en forma casi modular en cada distrito judicial— desde los que se administra la justicia común.

Las instituciones públicas autónomas cumplen diversas funciones; y en algunos casos similares, como ocurre con aquellas que tienen competencias jurisdiccionales. En orden de aparición en la Constitución encontramos a: 1) La Contraloría General de la República; 2) El Banco Central de Reserva; 3) La Superintendencia de Banca, Seguros y Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones; 4) El Consejo Nacional de la Magistratura; 5) El Ministerio Público; 6) La Defensoría del Pueblo; 7) el Jurado Nacional de Elecciones; 8) la Oficina Nacional de Procesos Electorales; 9) El Registro Nacional de Identificación y Estado Civil; y 10) El Tribunal Constitucional.

Los gobiernos regionales tienen estructura de «microestados», con un Consejo Regional que es como un pequeño Parlamento, un Gobernador Regional con sus respectivos funcionarios y un Consejo de Coordinación Regional integrado, en forma corporativa, por los alcaldes provinciales y representantes de la sociedad civil. Igual ocurre con los gobiernos locales, con sus concejos municipales y su alcaldía.

Así, los ciudadanos y las organizaciones cuando concurren a cualquier oficina pública no saben con qué dimensión de esa maquinaria enorme y compleja han de enfrentarse. Un trámite se inicia en una oficina pública determinada pero en él pueden intervenir muchas otras, opinando, resolviendo previamente, etc. Tanto en trámites que deberían ser breves como en aquellos otros en los que, de alguna manera, se justifica cierta dilación.

Conclusión: Está a la vista que nuestro Estado es innecesariamente complejo. Y no solo por la estructura ya mostrada de un modo general, sino también por los procesos basados en la desconfianza y el espíritu tramisero. Exagerado por cierto.

Hablar de una reforma del Estado y de la administración significa plantearnos una pregunta no sobre la dimensión mayor o menor de la estructura y la intervención estatal en la vida de las personas y las organizaciones. La pregunta sería ¿qué Estado necesitamos para ser la sociedad que queremos ser y mejorar nuestra vida colectiva e individual? El problema es que no podemos responder o no hemos hecho el intento serio para responder esa pregunta, lo que impide visualizar una posible dimensión adecuada de la «maquinaria» estatal y del ímpetu interventor del Estado.

Ello explicaría, por ejemplo, la aparente falta de lógica orgánico-funcional en el diseño estructural del Estado en nuestra Constitución, cuya mayor virtud no está allí sino quizá en la implantación de un modelo económico que favoreció reformas necesarias, que con el tiempo han demostrado ser oportunas y adecuadas.  En cuanto a los procesos, la respuesta es simplificar en serio. Pues los intentos de simplificación han terminado, en muchos casos, en mayores complejidades conforme la cultura de la desconfianza, el controlismo y la tramisería se enseñorean sobre las normas vigentes para la facilitación de los procesos y trámites.

De más está decirlo: no hay ley que reforme el Estado. La verdadera reforma es cultural, y debe comprender la definición de objetivos, la recuperación de la confianza y los deseos de vivir mejor, y la eliminación del espíritu tramisero.

 

José Elice

 
José Elice
30 de septiembre del 2016

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