Raúl Mendoza Cánepa

La importancia de ser buen orador

En la profesión, en la política y en la vida diaria

La importancia de ser buen orador
Raúl Mendoza Cánepa
11 de marzo del 2024


Curiosa inquietud la que lleva a un hombre a conseguir un mentor en oratoria. Según él, el ejercicio verbal en grupo produce un cambio en los neurotransmisores, no es solo una práctica para perder el miedo al público, es una cirugía mayor al cerebro. 

El cerebro se transforma con el aprendizaje y más que con el aprendizaje, con el entrenamiento. Quien aprende a nadar o a tocar piano y practica, genera cambios neuronales. Lo llaman la “neuroplasticidad”. Para un tímido orador, el entrenamiento transforma la anatomía de su cerebro. Entrenar es disciplina. Leía Pido la palabra (de Alan García), un maestro de la buena retórica, un especialista en el uso de la anáfora, pero más un privilegiado que nació con el tejido neuronal adecuado para hablar desde un balcón. El libro refiere el ritmo y la técnica, pero la oratoria es más que eso para quien suele esconderse en el silencio, es training puro.

Es fácil asumir que el arte de la escritura es suficiente, pero la vida es interacción verbal y percepciones; más que eso, percepciones que crean una impresión, la de aquellos que son los que nos aprueban y dan pase para el éxito en la vida. En el síndrome Cyrano, se postula por el enamoramiento a través de la belleza intimista de las cartas de amor y la poesía. Antes se valoraba el epistolario romántico, la escritura; valga la cómica y trágica experiencia de Juan Ramón Jiménez, prendado de una mujer inexistente y escritural llamada Georgina Hübner gracias a la broma del poeta peruano José Gálvez. Tal dinámica ya no existe, y es que WhatsApp no da para tanto. 

El hombre escritural se obsesiona al punto de minimizar la importancia de la oratoria; pero hay quienes la toman en serio. Uno es Benjamín Disraeli, que siendo un joven representante intervino unas pocas veces en el Parlamento, recibiendo las burlas de sus pares. Torpe, sin saber articular y ganado por el miedo, un hazmerreir que atinó a decir: “algún día no se reirán de mi”. En efecto, se preparó y fue el mejor orador de su tiempo, llegó a ser primer ministro.

Al griego Demóstenes le interesaba la política, pero era tartamudo, tuvo sus primeros fiascos y se sentía insuficiente. Se entrenó para mejorar el habla y brillar en el foro, se dice que con piedras en la boca o como fuera frente al rumor de las olas. Decía de él Plutarco que “cuánto talento tuvo, recibido de la naturaleza y acrecentado con el ejercicio, todo lo empleó en la oratoria, llegando a exceder en energía y vehemencia a todos los que compitieron con él en la tribuna”.

Abraham Lincoln no tuvo de inicio el brillo oratorio, pero se vio conminado a entrenar tras una serie de tropiezos. Es considerado uno de los mejores oradores de la historia y sirve leer su mejor pieza: el discurso de Gettysburg.

La oratoria sirve en la profesión, en la política, en la interacción común y hasta en lo que es una graciosa ironía de Sofocleto sobre la importancia de entrenarse para hablar: “y es que Demóstenes dejó una escuela dialéctica a la cual pertenecen los vendedores ambulantes, los maridos que tratan de dar explicaciones y los apurados que tratan de convencer a un policía de tránsito...”.

Raúl Mendoza Cánepa
11 de marzo del 2024

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